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Lauren Hammer, '14


El gran regalo de tomarse la vida con calma: Lo que el café español me ha enseñado

     Hoy en día parece que siempre andamos con prisas. Vivimos en una sociedad globalizada que valora sobremanera la eficiencia y que nos empuja a saturar nuestras agendas hasta tal punto que casi siempre estamos con prisas de un sitio para otro. Usamos teléfonos móviles para no tener que quedarnos en casa y para estar en contacto permanente con las personas, de tal manera que nos podemos comunicar y desplazarnos al mismo tiempo. Con frecuencia consumimos comida rápida, incluso llegándola a pedir desde las ventanillas de auto-servicio, para evitar a toda medida salir del coche y perder algo de tiempo. Somos personas ocupadas.

     En los Estados Unidos la cultura del café podría simplemente definirse en tan sólo dos palabras: "para llevar". Como resultado del avance de la industria de la comida rápida y de la evolución de los productos alimenticios, el café en los Estados Unidos es ahora un ejemplo palpable de la portabilidad. Aquí el café es, ante todo, algo secundario, un mero "acompañante", aquello que se bebe mientras se hace algo más importante, como acudir a clase, trabajar en el despacho o conducir el coche. Nos detenemos un instante para pedir un café, que nos sirven en un simple vaso de plástico o de cartón "para llevar", e inmediatamente continuamos nuestra marcha.

     El estadounidense no se para a descansar un poco ni para coger aliento, a diferencia del español que siempre encuentra tiempo para sentarse a relajarse, mientras se toma su café con leche. En León, la ciudad española donde tuve el placer de vivir el año pasado, el concepto moderno de "para llevar" sencillamente no existe, pues se considera que el café es casi un ritual que necesita su debido tiempo: allá, tomar un café es disfrutar de un buen sabor, relajarse y conversar. En los Estados Unidos, es algo común en las cafeterías encontrarse con muchos sillones vacíos; los clientes entran en el establecimiento, piden su bebida, la toman e, inmediatamente, se van. Por el contrario, en España uno casi tiene que rezar para poder encontrar un asiento vacío en las cafeterías, ya que suelen estar llenas de gente sentada charlando.

     Al principio de mi año en España, me disgustó mucho el hecho de no poder pedir un café "para llevar". Lo intenté, recién llegada a León, pero sólo conseguí caras raras y respuestas como "¡¿qué?!" o "¡aquí no tenemos de esas tazas de las que nos hablas!". A pesar de estar siempre ocupada, yendo de un lugar para otro, si quería un café, tenía que sentarme tranquilamente para disfrutar del mismo y del momento: tenía que aprender a tomarme la situación con calma. Fue entonces, esa primera vez que me senté tranquilamente a tomar mi café, cuando todo cambió, cuando se abrió ante mí un nuevo mundo: un mundo donde se conoce al dueño de la cafetería, esa persona con la que podemos hablar mientras nos prepara el café y espuma la leche con sumo cuidado; un mundo donde la prioridad reside en degustar los fuertes aromas de la bebida y en la sensación de sostener una taza caliente de cerámica en las manos; un mundo donde el tomarse las cosas con calma no es, para nada, una molestia sino un verdadero regalo. Desde aquel día en adelante, pasé los once meses restantes enamorándome más y más de aquel mundo.

     Al volver a los Estados Unidos, no pude dejar de lado todo aquello, no pude olvidarlo tan fácilmente. Desde el mismo momento en el que aquel avión llegado de España aterrizó en América, comprar una cafetera y preparar un buen café con leche se convirtieron en mi mayor prioridad. Ya me había dado cuenta de que, tras el choque cultural y aún después de acostumbrarme a él, no podía vivir sin la tranquilidad con la que se toman las cosas en España. Se había convertido en parte de mi historia, en parte de mi ser. De esta manera, el café español se convirtió en el arma con el que combatí la cultura estadounidense de la prisa, de la comida rápida y del café "para llevar", en la que volvía a estar inmersa.

     Ahora, un año después de poner pie en tierra española, sigo tomándome las cosas con calma. Así lo hago cada día en mi apartamento cuando tomo mi café con leche, hecho a mano y servido en una taza auténtica. Cada vez que lo hago, mi cabeza se llena de regalos: el regalo de los recuerdos de la bebida que me acompañó durante el año más enriquecedor e increíble de mi vida; el regalo de la tranquilidad con la que me tomo las cosas en el presente; y, aún más importante, el regalo de la certeza de saber que, a pesar de dónde esté y de la cultura de la prisa en la que me encuentre, siempre me tomaré las cosas con calma y disfrutaré, viviendo mejor por haber probado el café español.




vol. 11 (2014)
vol. 11 (2014)
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