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Leonardo Vittini '07


Una paz separada

     Si de algo estaba seguro era de que pronto iba a morir.

     La sangre le corría por el cuerpo como el río Nilo por los valles egipcios en la antigüedad, mientras un dolor insoportable le encerraba cada esquinita de un cerebro que ya pronto empezaría el proceso de putrefacción. En esos últimos momentos de su vida, le penetraba en las entrañas un recuerdo ya viejo como las manos del tiempo. Un recuerdo aislado como el frío en el verano. El recuerdo del único amor de su triste, y verdaderamente olvidable vida.

     Frente a su cara veía claramente los ojos venenosos de su asesino. Le quisiera haber podido llamar “El Invierno” u otro nombre que no fuese Leo (como se llamaba). De esa manera no tendría la responsabilidad de haber creado aquella monstruosidad que en esos momentos tenía el desplacer de en un tiempo haber llamado amistad.

     Sí, es verdad que hubiera querido llamarle “El Invierno” a su enemigo. Le había robado los últimos respiros de vida, tal como la nieve hacía con las hojas verdes que las lluvias de abril tan calculadamente se esforzaban en formar. Ese mismo Némesis, igual que esos vientos violentos de diciembre, le había soplado las últimas vibraciones de su espíritu.

     ¿Y por qué moría? ¿Por unos pesitos? Seguro que no. ¿Por vanidad? Ya hace mucho que se había probado a sí mismo que era como la estatua de David, pero sin la ayuda de Miguel Ángel. Pensándolo dos veces, quizás si fue por esos sentimientos de merecimiento y vanidad por lo que la muerte lo encontró.

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     Había llegado a aquella montañita en Nueva Inglaterra lleno de esperanza y nuevos sueños. Pero ya hacía tiempo que las fuerzas de un poder viejo y malevolente habían tomado control sobre el desenlace de su vida.

     Durante los cuatro años de escuela secundaria estaba seguro de adónde lo llevaría su vida universitaria. Seguro que se convertiría en todo un profesional en el mundo de la medicina, acumulando varios premios y logros extraordinarios en su camino hacia el éxito. Amaba la idea de ser médico y ayudar a personas sin la capacidad de ayudarse a sí mismas. Pero el muchacho, todavía joven y sin haber sido probado por los truenos sin lluvia que el mundo prepara para todos sus habitantes, estaba seguro de que había encontrado la respuesta para la madre de todas las claves.

     Y así fue cómo Leo (el héroe, o el burro de este cuento) caminó por esos pasillos de la Santa Cruz sin ninguna preocupación, seguro de que sus decisiones de olvidarse de aquel sueño tan grandioso y estupendo era lo correcto. Ahora eran los números, la ciencia inexacta, el laberinto de la economía lo que le llamaba la atención. Estaba seguro de que vencería este nuevo obstáculo con elegancia y eficiencia. Sabía que al terminar todos lo mirarían con ojos asombrados y aguados, y que esas lágrimas le empaparían las mejillas como la nieve derretida. Todos lo amarían, nunca lo olvidarían.

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     Su asaltante ya hacía tiempo que había planificado cómo lo mataría. Lo único de lo que no estaba seguro era de cuándo tomarían fruto sus esfuerzos mentales. Él y su víctima eran uno, tanto en sus fracasos como en los momentos de euforia. De una manera u otra tenía la responsabilidad de hacer lo que ya pronto iba a pasar; nadie le podía convencer de lo contrario, nadie.

     Y en ese día, ya famoso, y estudiado sin descanso, lo siguió como una sombra. Nunca supo cuándo llegó, ni cuándo sus garrapatas empezaron a arrancarle el alma.

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     Eran sus últimos respiros de aquel aire tan dulce que respiró como niño. Era su culpa. Mientras miraba al espejo con ojos extraños a la figura destruida que le pertenecía a sí mismo, solamente lloraba. En esos momentos sus pensamientos viajaban hacia aquel cuento de hadas tan famoso, en el que la reina era todo lo contrario en su corazón. Al pensar en esta estupenda ironía de la vida sonrió sutilmente, formando un contraste asombroso con las lágrimas que encasillaban su cara. Era su culpa, y ya lo entendía, solamente le quedaba una cosa por terminar.




vol. 4 (2007)
vol. 4 (2007)
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