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Rocío Oré | FLA '05 (Lima)<


Mi vida desde la colina

Junio, cerca ya de un nuevo fin, 2005.

      Cuando dejase Holy Cross, pensé que lo mejor sería continuar con esa rutina hecha a mi medida. Había guarecido mis penas y mis alegrías en un pedacito de tierra lejano y alejada así de todo y de todos, subida a mi bicicleta, recorrí las últimas calles que el tiempo me había dejado. Ya no habían risas ni el usual barullo ebrio a medianoche, ya los jóvenes no recorrían las calles llenas de soledad… Caro Street se convirtió así en la contemplación de lo vivido por un año huido de mi … Había sido divertido, pero ya no había nadie con quien compartirlo. Mis últimas compañías sin embargo, antes de la partida de mi camarada rusa, lo constituían el sueño, mi bicicleta, las llaves de mi apartamento y la luz del sol que me decía que ya era hora de ir a dormir. Y así, empecé a huir por los pasillos de ese enorme edificio que la primera noche recorrí con temor. Ahora ya nadie había allí… Ahora realmente estaba sola-pensé-y por la piel me recorría un extraño escalofrío que no terminó de irse hasta que puse los pies en mi tierra, aquella que me provocaba todas las nostalgias y todas las alegrías unidas.

      Pero aun estaba en USA. La última noche, en la lavandería del sótano de mi edificio, supe que me iría para no volver. Mis ojos recorrieron todas las esquinas de esa pequeña cuevita húmeda y solitaria. El último cesto de ropa que me faltaba lavar lo traía cargado con algo de dificultad en los brazos. Mis pies estaban desnudos. Eran las tres de la mañana. Las lágrimas me corrían por las mejillas, ya nada estaría ni sería otra vez como ahora y como había sido cerca de un año. Cuan feliz y cuan triste había sido en ese país que no hablaba mi lengua, ni comía mi comida ni conocía mis caprichos ni quehaceres… ¿Qué sería de mi familia?, pensé. Y con las lágrimas haciendo borrosos los recuerdos, comencé a hurgar entre la poca ropa que traía en el cesto. Un sumido cascabeleo venía de la lavadora, y al echar mi ropa, sorprendí algo más extraño todavía: mi ropa se movía. Lo que en principio me temía (un animal no identificado que alarmaría mi sordo temor) no era tan incierto… Un murciélago yanqui me había asustado dejando mi cuerpo lánguido y mi respiración huida y tiesa. Dejé el cesto, la ropa y viendo las columnas de madera, me despedí de ese sótano a tientas, dejando todos los recuerdos allí, y llevándome la mano al pecho subí despacio las escaleras de madera, evitando que crujan para que el murciélago prosiguiera su lucha cansina por entre mi ropa interior y mi vestido nuevo. Una vez arriba, azoté la puerta que daba al sótano rápido, atravesé una silla y nuevamente me convertí en mi propia compañía. Quise hablar con alguien pero estaba sola. Encendí la tele, saqué algo de helado del refrigerador y me eché al sillón, repasando mi lengua por entre mis labios, aún llena de temor, llena de un miedo que dibujo una sonrisa perogrulla y entre la tele y la mañana que seguía marchando a paso acostumbrado, recordé que tenía que empacar. No dormiría pero al menos comería lo último de helado sobrante antes de irme por completo de allí.

     El día anterior no recordé lo que debía hacer. Ya sobre el lomo verde de mi bicicleta, comprendí lo libre que esa tierra dejaba a la gente, y lo triste que la hacía sentir en su mundo globalizado si uno la habitaba por siempre. Cuan lejos estaba la realidad americana de mi pequeño Worcester, que nunca fue tan mío porque las distancias eran muy largas para recorrerlo por completo. Los rostros confundidos entre latinos y niños ricos me confundían. Pero mi bicicleta me llevó durante la última semana entera a la estación de tren, y la dejaba puesta junto a otras bicicletas más, y mientras el tren anunciaba su salida acostumbrada a las 10 y cuarenta de la mañana, y mientras la gente subía presurosa con un café en la mano, yo sacaba de mi mochila roja mis provisiones. Tenía una botella de agua, unas galletas de chocolate, dulces de arco iris, un emparedado hecho al apuro, y un barrilito de cereal. Era la comida que había separado por días, y que huía de la alacena de casa muy a prisa a pesar de que debía durar para alimentarme esos días de más allí. Aún recuerdo los dos días que pasé comiendo macarrones y fideos pesados… Aunque mi hígado no lo soportó, tener el estómago a medio llenar me dejaba algo de tiempo que empleé en otros quehaceres, como recorrer más rincones con mi pobre bicicleta que ya no daba más y a veces huía de cuando en cuando a Boston, como aquella última semana de tres días en que me recibió la ciudad más atractiva que tuve la fortuna de conocer, yo, una mujer de papel que apenas y podía creer ese sueño regalado.

      Además de la comida, llevaba en mi mochila mis autolecciones de portugués en papel, el mapa de la ciudad de Boston y con aquel, el rastro del Sendero de la Libertad, además del horario de regreso del tren a Worcester. Aun recuerdo que una vez o quizás dos perdí el tren de regreso, y no quedaba más remedio que caminar para volver a casa, lo que constituía un trayecto de 40 minutos o una hora de trayecto en una calzada delgada, construida al costado de la carretera. Me perdí una de esas veces en un atajo y pedí un aventón. Una mujer muy buena y joven me dio la mano para invitarme a subir a su camión oxidado. La lluvia había llegado a esos lares hace mucho y no terminaba de irse. Mis pantalones mojados y escurriendo agua en cada pisada me hacían temblar de miedo y frío. Creo que aquella mujer solo tuvo que ver la expresión en mis ojos y en mi nervioso ingles, apenas y le respondí. "Like three or four miles," me dijo. Esa era la distancia que me separaba de casa. Ya dentro, sacudí mi cabello y lo escondí dentro de mi gorro, también mojado. Arreglé el paraguas. Dobló una esquina y de pronto la colina cimarrona de la que había salido por la mañana me recibía. Contenta, le agradecí el viaje. Ella tomo mi mano, sonrió y me deseó un buen viaje de regreso. La despedí con una sonrisa y al bajar de su Volvo que despedía un olor a lluvia y a abandono, olvidé su nombre y con el, ese mi último día de mi vida allí.




vol. 7 (2010)
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