Isabel
Álvarez-Borland
Esperando la nieve en la
Habana (extracto de la traducción)
Introducción
El escritor
cubano Carlos Eire, radicado en Estados Unidos, ganó el pasado mes de
noviembre el Premio Nacional del Libro (The National Book Award), una de las
distinciones más importantes en el mundo editorial norteamericano.
Nacido en La Habana en 1950, Carlos Eire salió de Cuba en 1962. Carlos,
su hermano Tony y otros 14,000 niños cubanos salieron solos de su
país a través de la operación conocida con el nombre de
"Peter Pan". Después de vivir en una serie de orfanatos y hogares
temporarios en Florida e Illinois, Eire pudo reunirse con su madre en Chicago
en 1965. Su padre, quien murió en 1976, nunca salió de Cuba.
Actualmente Carlos Eire ejerce la cátedra de T. Lawrason Riggs Professor
of History and Religious Studies en la Universidad de Yale. Su libro Waiting
for Snow in Havana fue publicado por la división de Simon and Schuster
Inc, The Free Press, 2003. Este libro lo presentó en Holy Cross College
el cuatro de diciembre del 2004.
Mi traducción del
capítulo 39 aparecerá en su totalidad en una antología
literaria que trata sobre los de derechos humanos, que actualmente edita
Marjorie Agosin y que será publicada por Yale University Press en el
presente año. Los párrafos siguientes son parte de dicha
traducción y narran los trabajos que su madre tuvo que pasar en Cuba
para que le permitieran reunirse con sus dos hijos en los Estados
Unidos.
39 TREINTA Y NUEVE
«¡Agarren
a Pata Palo! ¡Agárrenla! ¡Apúrense, agarren a Pata
Palo!» A Marie Antoinette la acosaba un furioso gentío cerca de la
Embajada de Suiza. Durante dos días había dormido en la calle,
esperando turno para solicitar una visa que le permitiera viajar a los Estados
Unidos. De repente, el tropel se había congregado en la calle de
enfrente y comenzaba a insultar a los que hacían la cola. Fue entonces
cuando comenzaron a volar las botellas.
Marie
Antoinette sintió que las botellas le pasaban muy de cerca para luego
estallar en el pavimento. No las contó sino que huyó tan
rápido como pudo. Valiéndose de la única pierna sana que
tenía, ella y su amiga Angelita, la madre de Ciro mi compañero de
quinto grado, huyeron mientras que Angelita la sostenía
llevándola del brazo. Pero mi madre estaba tan acostumbrada a su cojera
que ni se daba cuenta que ella era la perseguida.
«¿Quién
es esa Pata Palo a quien tanto gritan?» -preguntó Marie Antoinette
mientras las botellas volaban y se estallaban a sus pies. - Entre gritos de
«¡Ay Dios mío!» Angelita le contestó:
«¡Es a ti a quien se refieren, boba!, ¡eres tú! . . .
¡Y ahora nos persiguen a las dos!»
Marie
Antoinette se detuvo y se dirigió a los que la acosaban. El grupo estaba
en la calle de enfrente y ahora se les acercaba cruzando la calle.
«"¿Por
qué quieren hacerme tanto daño? ¿Qué les hice yo a
ustedes?»
«Gusana
miserable, ¡eso es lo que eres!» -gritó una mujer.
«Yo
seré una gusana pero también soy un ser humano como ustedes y
cubana también. No los conozco, nunca les he hecho daño alguno ni
les he deseado mal. Así que ¿por qué me tiran botellas y
me insultan?»
«Tú
y todos los tuyos se merecen la muerte, gusana apestosa. ¡Los mataremos a
todos antes de que tengan la oportunidad de escaparse! No merecen la vida ni
tampoco la ida. ¡Que se mueran tú y los tuyos!"
«Ahora
sí que la hiciste,» -suspiró Angelita. - «Nos
matarán de seguro.»
Marie
Antoinette seguía razonando con aquella gente. «No tienen derecho
a insultarnos, o desearnos mal. No señor. Solo quiero salir de este
país para estar con mis hijos. Nunca les he hecho mal a ninguno de
ustedes. ¡Quítense eso de la cabeza!»
«¡Muerte
a los gusanos! ¡Patria o muerte! ¡Venceremos!»
Gritaban
consignas en coro, entre ellas, la oración favorita del Máximo
Líder: «¡Cuba sí, yanquis no! ¡Cuba sí,
yanquis no!»
Cuando mi
madre me cuenta este episodio, el cual repite cinco o seis veces al año,
siempre termina con la parte de la guagua. El gentío continúa
insultando a mamá y a Angelita cuando, por arte de magia, aparece una
guagua que se dirige a una parte desconocida de La Habana. Las dos viajan en el
autobús por lo menos veinte cuadras hasta que por fin se bajan exhaustas
asegurándose de que nadie más las perseguía. Finalmente,
logran transferirse a otra guagua que las lleva al Vedado, donde residía
Angelita.
Marie
Antoinette hacía lo mismo que hacían todos los padres de los
catorce mil niños de la flotilla: encontrar la manera más
rápida de salir del país para reunirse con sus hijos. Angelita
hacía lo mismo. Ella tenía tres hijos en los Estados Unidos, dos
hembras y un varón. La niña tenía un problema
congénito en el corazón y había sido operada cuando apenas
tenía tres años.
Angelita y
mi madre recorrieron La Habana entera haciendo lo que tenían que hacer y
buscando lo que no existía: información creíble. Angelita
logró su meta antes que mi madre, o por lo menos así lo
parecía. Pudo obtener permisos y visas para ella y el esposo. Pero
cuando estaban ya en el aeropuerto, recibieron una llamada
notificándoles que habían suspendido el permiso de salida y que
tendrían que volver a hacer todas las gestiones. Su esposo murió
de un infarto allí mismo. Solo tenía cincuenta años.
Marie
Antoinette no desistiría. ¡Lo había intentado y fallado
tantas veces! No tenía la menor idea de que pasarían tres
años y medio antes de que se pudiera reunir con nosotros. No
sabía que le otorgarían varios permisos de salida y que todos
serían suspendidos una vez que llegara al aeropuerto. «Lo siento,
señora, no puede irse hoy. Un diplomático necesita su
asiento.» No sabía que cada vez que le suspendieran la salida, le
tomaría más de un año obtener otro permiso. No
sabía que terminaría saliendo por México solo por el hecho
de que una amiga había conocido al oficial correcto en una fiesta. No
sabía que iba a tener que pasarse seis meses en México,
pegándole la gorra a buenos amigos mientras esperaba la visa para entrar
en los Estados Unidos. No sabía que sufriría una hemorragia en el
Distrito Federal y que allí la operarían de emergencia. No
sabía que la transfusión que recibiría durante esa
operación le causaría una crisis de hepatitis C. No sabía
que una semana después de la operación ocurriría un
terremoto en el Distrito Federal. No sabía que dos días
después de aterrizar en Miami, se encontraría atrapada por un
huracán. No sabía que para encontrar una manera de reunirse con
nosotros, se demoraría otros tres meses en Miami. No sabía que
terminaría viviendo en Chicago. No sabía que ni yo ni mi hermano
la íbamos a necesitar por el resto de nuestras vidas, por lo menos no en
la manera en que ella se lo había imaginado. No sabía que cuando
finalmente nos reuniéramos yo estaría más alto que ella
usando aquellos zapatos talla diez que le causarían tanto temor.
Y, sin
pensarlo, renunció a tanto solo para estar con nosotros.
|