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Susana González


Réquiem por la vida

a todos aquellos que murieron
el 11 de marzo en Madrid

Como caballos salvajes
En un vagón apresados,
Sin riendas,
Apresurados:

Se desbocaron las almas


Como un castillo de naipes
Junto a una vía de tren,
De súbito,
Sin sostén:

Se desmoronó la vida.


La esperanza: una maleta vieja olvidada en un andén sombrío.
El mundo: una adolescente estúpida, caprichosa y amnésica.
La paz: un par de guantes blancos olvidados en el fondo de la maleta.

               ¤ ¤ ¤

Mas no es mirar

Quisiera amarte y no puedo.

¿Y si despierto mañana y no ha sido más que un sueño?
Y todo es como antes, y aún te pertenezco,
Y aún devoras mi mente en esos ratos de silencio.

¿Y si despierto mañana y no ha sido más que un sueño?
Y aún nadas entre mis sábanas, y aún mi fuego no se ha muerto,
Y aún te miro y no te miro, mas no es mirar, te contemplo.

¿Y si despierto mañana y no ha sido más que un sueño?
Y aún te extraño y me deprimo,
Y aún te lloro y me lamento,
Y es tu olor lo que respiro,
Y eres todo lo que anhelo.

Un suspiro y ya no hay nada.
Un suspiro y todo es hielo.

Quisiera amarte, amor mío. Quisiera amarte y no puedo.

               ¤ ¤ ¤

Más Cerca Cuanto Más Lejos

a la que mira por mis pupilas como por agua:
a mi madre

Madre tú siempre presente,
siempre ahí y no te veía;
madre cuan mayor me hago, menos madre
y más amiga.

Madre tú siempre a mi lado,
siempre que te necesito,
cuántas veces te he fallado y tú,
siempre a la hora, siempre en el sitio.

Madre tú siempre tan sabia
-siempre mujer- siempre aciertas,
yo tan ciega y cabezota, y tú,
tú siempre tan correcta.

Madre los ojos cansados,
madre tan fresca y marchita,
tan fuerte y tan impotente,
tan rodeada y tan sola.

Madre tus manos tan lindas,
madre tu cara de niña,
madre tu olor a madre,
madre tu sonrisa.

Madre de entre mis retratos, el tuyo siempre conmigo.

               ¤ ¤ ¤

Mareas altas

Ay de los ojos que se cierran secos y se abren secos,
Ay de aquel que no le teme al mar,
Ay del que no teme a la luna ni al cuarto mudo y sombrío,
Ay de aquel que no sabe llorar.
Ay de aquel que no conoce el vacío,
Ay de las mareas bajas y del mar en paz,
Ay del iris que no se inunda al hundirse el sol,
Ay, de los ojos sin sal.

               ¤ ¤ ¤

De sangre a tinta

Torné tu cuerpo en estrofa y
convertí tu olor en rima.
De tus brazos hice pies,
de tus pies hice versos;

Y así, fuiste poesía
-no es que no lo fueras antes-.

               ¤ ¤ ¤

Cuéntame un Cuento

A mi hermano de seis años
mi amor de metro y ½

No me pidas que te cuente un cuento
Cuando tus fuerzas flaquean y te sientes rendido,
Después de un largo día de saltos y travesuras.

No me pidas un cuento
Tras un duro día de juegos,
Cuando has agotado todos los significados de la palabra «diversión»
y el bostezo le ha ganado la batalla a tu risa.

No me pidas que te cuente un cuento,
Pues al final de la historia, cuando tu boca se abre y se cierran tus ojitos,
Me quedo -sola- a tu lado, contemplando tus pestañas que apuntan al techo.

No me pidas un cuento, niño,
Porque tus párpados caen al caer tú dormido
Y le niegan a mis ojos el placer que es ver los tuyos.

               ¤ ¤ ¤

Un hilo que yo sostengo

No te miro, pero te veo mirarme,
Me observas discreto y sigiloso,
Te alimentas de mi imagen.
Adviertes cada detalle de mi rostro:
El ángulo de mi nariz,
La curva de mis labios;
Has contado cada peca de mi cara.
Crees que no me doy cuenta,
No quieres que lo sepa,
Pero mis ojos lo saben:
Se han hecho hueco entre mis pestañas y lo han visto.
Ni siquiera parpadeas,
Tu mirada fija en mí:
Soy el centro de todo.
Como si no hubiera transeúntes,
Ni árboles, ni pájaros cantando,
Ni coches que pasan. Sólo yo.
Como si no fuera una tía más
Borracha y demacrada en el asiento de tu coche,
Como si yo fuera una sirena
Y mi aliento ebrio, un canto hipnótico.
Siento cómo respiras con gusto
El aire que yo espiro sin esfuerzo,
Y cómo te exaltas cuando te toco por accidente.
Estás envuelto en una burbuja
De la que crees que formo parte,
Pero yo estoy fuera y te observo con tranquilidad,
Sin compartirlo,
Disfrutando lo curioso del momento,
Preguntándome cómo las mentes llegan
A un estado de dependencia, vulnerabilidad e hipnosis tal.
Pero tú ni te imaginas lo que pienso,
Eres intocable en esa burbuja tuya,
Y así, ajeno a lo que pasa fuera
Y drogado por mi indiferencia,
Vas danzando un vals de a uno,
Mientras pendes de un hilo que yo sostengo.

               ¤ ¤ ¤

«Abuelo, ya sé el final»

      Mi hermana, mis primas y yo adorábamos sentarnos a los pies de la cama del abuelo a escuchar su narración. Su imagen era peculiar, pero familiar para nosotras; nunca lo habríamos analizado físicamente, porque los niños nunca prestan atención a cosas tan triviales.

      Tenía una enorme calva acabada en un montón de arrugas que se fruncían cada vez que le venía la risa, que era bastante a menudo (al menos así lo recuerdo). Al sonreír enseñaba unos dientes largos y amarillos, y su risa solía venir acompañada de una tos con sonido a tabaco negro.

      Siempre recuerdo al abuelo con un cigarro en la mano. Era como su sexto dedo, un humeante cilindro blanco del que nunca se separaba. Echaba la ceniza en los geranios de la abuela y le decía que era abono para las plantas, a lo cual ella respondía con una mirada de sospecha.

      Pero no siempre eran las macetas víctimas de su adicción, a veces también usaba un cenicero. Se lo había regalado el tío Víctor. Era una pieza de motor de coche, nunca se separaba de ella, creo que fue el mejor regalo que le habían hecho nunca.

      Mi abuelo trabajaba con aviones: les llenaba el depósito y los echaba a volar. Era como un mago con sus palomitas blancas. Nos dejaba «pintarraquear» sus libros de la empresa y nos prestaba sus avioncitos de juguete cuando se lo pedíamos.

       Al abuelo no le sobraba el capital, tuvo sólo un coche en su vida, pero era como si estrenara uno nuevo cada día porque siempre estaba limpio y brillante: sus manos lo conservaban. Había trabajado toda su vida, desde pequeñito, y aun así su tacto era el más suave. Un mago con manos de algodón.

      Era un hombre muy alto, tenía que encorvarse para entrar por muchos sitios. Para mis ojos de niña pequeña era como un gigante que menguaba cada año; pasé de abrazar sus rodillas a abrazar su cintura. El tiempo me denegó el ascenso.

      Tenía poca imaginación porque siempre nos contaba el mismo cuento: una historia muy simple que él mismo había inventado. Se titulaba «el lobo viejo» y trataba sobre un lobo estúpido ladrón de melones al que siempre apaleaban, y que un día se hizo viejo y se murió.

      Pero su falta de repertorio nunca nos importó a ninguna. Habíamos escuchado el mismo cuento mil veces y siempre prestábamos atención, porque lo especial no era lo que nos contaba, sino cómo nos lo contaba: con su voz, sus gestos, su risa, su cigarro, el humo, la tos, sus manos, sus arrugas. Era como una historia nueva cada vez. El abuelo era un «reciclador de ilusione». Nunca, por nada del mundo, le habríamos interrumpido para decirle: «Abuelo ya sé el final».

FIN




vol. 1 (2004)
vol. 1 (2004)
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