Donald
Unger
El portafolio (Trad. de
José A. Mazzotti)
Voy borrando de mi
cabeza los paraderos según van pasando: Agüero, Bulnes, Plaza
Italia, Palermo, el final de la línea, donde me quedo en el metro hasta
que vuelve hacia Catedral, Plaza de Mayo y la iglesia fuera de la cual la
eterna llama, invisible de día, arde por San Martín. El
vagón tiene una luz mortecina, llena del olor del arrabal: tiznado,
industrial, antiguo. Sobre eso, una nota acre, el ozono formado por las chispas
azules que regularmente saltan de los cables por los que el metro corre. Y
cuando pasa (una, dos, tres veces) por la Facultad de Medicina, la parada en la
que debería bajarme, no hay nada, ninguna luz salvo lo poco que el tren
arroja, sólo el sentimiento, confirmado por una experiencia
inconsistente, de que tal vez haya, en los túneles que llevan hacia la
calle, una antorcha o dos, un anacronismo, despidiendo algunas sombras, tirones
anaranjados de llama, pequeños rizos de humo negro, que el pasajero
siente en sus narices como una dulzura dolorosa que no puede ver.
No me bajo del
vagón, aunque otros lo hacen, silenciosamente como la oscuridad parece
requerir, dirigiéndose ciega pero confiadamente, o tal vez sólo
resignados, arriba, hacia la luz. Y continúo: Callao, Tribunales, Nueve
de Julio. En mis faldas está el tomo, encuadernado en cuero, que no
puedo leer (la luz del tren no es suficiente) pero cuyo contenido conozco de
memoria, y del que, de una manera extraña, mi futuro ha venido a
depender.
¤ ¤
¤
Mi padre era un
hombre de negocios y nadie nunca me lo dijo sin que sonara extraño, sin
un destello en los ojos, sin cierto ritmo en la voz, sin implicar por gestos y
pistas y muestras menos que sutiles, que había algo más en esa
historia que lo que me dejaban saber. Y parecían disfrutar eso. Visto en
perspectiva, ahora todo tiene sentido para mí. Ellos tampoco
sabían lo que él hacía: ninguno de ellos. Éste fue
un secreto que él se llevó, no a la tumba, sino al lecho de
muerte, cuando me lo confió. Y llegué a entender entonces que la
gente había sido hipócrita, furtiva o sarcástica como una
forma de exorcisar o enterrar su frustración, ocultando de sí
mismos, tanto como pudieran, negando tan alto como les fuera posible, que no
tenían la menor idea de lo que él hacía.
Recuerdo de
niño que siempre trabajaba, encerrado en su estudio, acumulando papeles,
reportes y revistas científicas, políticas y financieras,
documentos sacados de no sé dónde, siempre escuchando más
que hablando por teléfono. Tenía citas, lugares adonde ir;
salía de viaje con cierta frecuencia, aunque rara vez era por largo
tiempo. Llevaba un maletín, vestía un terno, tenía sobre
sí toda la parafernalia de los negocios. Supongo también (no hay
forma de negarlo) que era exitoso; vivíamos bien. Mi madre había
muerto cuando yo era niño, pero tenía sirvientes que me cuidaban,
el hijo único. Fui a escuelas privadas. Cuando cumplí diecisiete
años, mi padre me dijo que iría a la universidad en los Estados
Unidos, a Columbia. Ya había sido arreglado.
En la universidad,
y a lo largo de la escuela graduada (que pude, para entonces, arreglar por
mí mismo) el tema de mi padre volvía ocasionalmente. ¿De
dónde era y qué hacía? «¿Qué me
importaba?» era mi respuesta habitual, más tal vez para mí
mismo que en voz alta, una respuesta que me había sido inculcada desde
muy temprana edad; era tan visceral, tan automática, que surgía
en mí con poca o ninguna provocación.
Hay una mujer que
no quiero identificar como mi nodriza, la mujer que cuidó de mí
los doce años antes de que viajara a Norteamérica. No era
cocinera, ni sirvienta, ni lavandera y claramente en mi memoria ahora, aunque
no lo sabía entonces, ni suficientemente vieja ni suficientemente pobre
para tener el puesto que tenía entre nosotros. Carmina era mi
confidente, una mezcla de guardián y compañera de juegos. Le
pregunté más de una vez qué era lo que mi padre
hacía realmente, y su respuesta era siempre la misma, un grupo de
palabras y gestos, expresiones faciales, inclusive hasta cierto ritmo
respiratorio.
Sonreía un
poquito triste, tocaba mi nariz, encogía los hombros y me echaba una
mirada que contenía un rastro de sensualidad. Escudriñaba la
distancia si estábamos afuera, o si es que no lo estábamos,
examinaba brevemente el punto en que la pared se juntaba con el techo.
«¿Qué
importa?» preguntaba, después de haber movido los labios
inarticuladamente. Su pregunta, su respuesta. Y yo me sentía ligeramente
culpable, por razones que sólo ahora comienzo a entender: la estaba
forzando a elegir entre la lealtad hacia mi padre y la lealtad hacia mí.
Porque ella misma tenía algo de misterio, un tipo de misterio que nunca
podré resolver, estoy seguro, y de alguna manera la combinación
de un enigma comentando sobre otro cargaba tanto la pregunta como la respuesta.
Siempre estaba buscando nuevas formas de hacer que su mirada fuera como en ese
momento, pero nunca lo lograba.
Ella estaba segura
de que él era un criminal, supongo; mucha gente debe haber pensado lo
mismo. Hay una frase que aprendí en la universidad, una expresión
típica del inglés para la que no he encontrado equivalente:
«No visible means of support». Pero, ¿por qué
habría de ser esto extraño para un niño?
¿Qué comprensión tenemos, a cualquier edad, de las
actividades de nuestros padres? Él estaba ocupado, hacía cosas,
iba a lugares. Tenía dinero, de hecho teníamos dinero. Lo
asumí así de niño y lo di por descontado cuando fui
creciendo.
Cuando mi padre
envejeció (y esto ocurrió de un momento a otro hasta donde
recuerdo) se volvió aún más reservado con sus negocios.
Cuando yo era más joven, él se había mostrado
enérgico manteniendo las cosas ocultas gracias a su habilidad y algo de
prestidigitación, manteniendo separadas las partes de su vida que no
quería que se tocaran entre sí; en sus años tardíos
se había vuelto más tosco, subrayando la rareza de su conducta en
sus cada vez más obvios intentos por mantener en secreto su fuente de
ingresos.
Cuando
regresé de los Estados Unidos, después de la escuela graduada,
con títulos en la mano y el acento en inglés más pulido,
la dictadura había caído pero la economía del país
era muy incierta. Nada nuevo en eso, supongo. La economía no
había estado bien desde antes de mi nacimiento. Simplemente que,
mientras crecía, no lo sabía. Al volver y ver las cosas con
nuevos ojos, era imposible no enterarse. Había vuelto varias veces
mientras estaba en la universidad. No logro distinguir bien entre estas
visitas: recogido en el aeropuerto, enviado a comidas con parientes, intentos
cada vez más inútiles para ponerme al día con viejos
amigos. Cuando la gente me hablaba de algunos conocidos en el exilio, me
desconcertaba darme cuenta de que probablemente hablaban de mí de la
misma manera cuando no estaba allí:
«Estoy muerto, ahora que lees
esto», dicen los trazos suavemente elípticos de la
caligrafía de mi padre, extrañamente desvanecidos, escritos,
aparentemente, con una pluma fuente, en una tinta que se ha vuelto ligeramente
marrón con el tiempo, en la primera página del negro libro
forrado en cuero en el que siempre había llevado sus cuentas de
negocios; su portafolio, lo llamaba. «Tu madre, también, se ha ido
hace tiempo. Lo que queda de la familia, aparte de ti, no vale la pena
mencionarlo. Te pido disculpas por esto y por otras cosas que son demasiado
largas de nombrar. Tú las conoces bien, mis faltas. No pido ni
perdón ni comprensión. No invento excusas. Te sugiero solamente
que no te dejes amargar. Creo que es una pérdida de tiempo y
energía».
«Este libro te ha mantenido a lo largo
de tu vida hasta este momento. Si lo usas adecuadamente, lo seguirá
haciendo. Los próximos diez o quince años están
asegurados; después de eso, tu propia iniciativa entra en juego. Lo que
ahora tienes entre manos es el pasado. También puede ser tu futuro. Si
así lo eliges».
Debajo de
esto, había firmado su nombre, con el apelativo «Tu Padre»,
en letra grandiosa, por si acaso hubiera alguna confusión sobre
quién debería leer esto. Había señalado la fecha
también, hacía treinta años del día en que yo lo
leía, lo que significaba que debió haber sido escrito unos nueve
meses antes de que yo naciera.
Cerré el
libro por un momento y me toqué la nariz suavemente; una forma de
recordarme a mí mismo a Carmina, ida ya hacía mucho tiempo.
«Se fue», había dicho mi padre de una manera cortante, en
uno de los viajes a casa que hice durante la universidad. Esto tenía
cierto sentido, innegablemente. Ella había sido contratada para cuidar
de mí y yo no necesitaba más cuidado, o, mejor dicho, ya no era
su responsabilidad. Nunca la volví a verla ni a oír de ella. Me
incliné hacia adelante en el viejo sillón de cuero verde en el
estudio de mi padre. El sillón crujió. En su cuarto, había
muerto acostado, con los ojos cerrados, las manos pacíficamente dobladas
sobre el estómago, las líneas de su rostro aflojadas con la
muerte, su piel de pronto más suelta de lo que había pensado,
como si él no estuviera llenándola de alguna manera
significativa, porque ya no estaba allí.
El médico
forense, la policía, la agencia funeraria, los abogados, todo eso
podía esperar, me había dicho. «Déjame descansar un
poco antes de que vengan», me pidió. Me había dado la llave
de su estudio. Y en sus ojos vi una preocupación menos severa de la que
me había mostrado antes, una ternura que raramente había
expresado, y que aun entonces no llegó a expresar del todo. «Lee
el libro», me dijo, inclinando lentamente la cabeza. Y entonces, en un
tono que no denunciaba malicia, sino certidumbre, ni amenaza, sino promesa, me
dijo: «Pagarán». Fueron sus últimas palabras.
Era un tipo raro
de libro el que llamaba su portafolio, escrito no enteramente en clave pero
sí en abreviaturas que no lograba descifrar del todo: nombres, fechas,
cantidades y predicciones. Claramente, éstas eran cuentas de negocios,
pero reflejaban una vida que era difícil fijar con certeza o
precisión. Mi padre parecía haber sido algo entre un corredor de
apuestas y un psíquico, ganándose el dinero (con regularidad y en
buenas cantidades) apostando sobre eventos a mediano plazo. No pude encontrar
ninguna apuesta que cubriera un período menor de una década, ni
ninguna que pasara de dos. Las cantidades eran grandes también, aunque
la inflación había obviamente cobrado lo suyo. Se podría
leer algo sobre nuestra historia económica en las bien ordenadas
páginas, los cambios de moneda, del peso al austral y de nuevo al peso.
Una década antes, mi padre había desestimado el último por
ser poco confiable; todas las cantidades desde entonces estaban en
dólares. Parecía haber tenido la razón casi siempre y
haber cobrado la mayor parte de lo que se le debía. Pagaba cuando
perdía, pero esto ocurría cada vez con menos frecuencia.
Había, en la última página del libro (sólo
llegué ahí al hojear ociosamente las hojas en blanco que
todavía llenaban la mitad del tomo) una breve lista de reglas que
explicaban cómo administraba el negocio:
1. Nunca tratar de forzar un pago. El honor es suficiente.
2. Buscar a los
deudores, no a los acreedores.
3. Pagar cuando
se pida y sin quejas; cobrar con humildad.
Entonces,
¿cómo verlo ahora a la luz de esta revelación? Ciertamente
había sido un hombre con una visión más amplia de la que
yo le había atribuido. Esto explicaba también el espectro de sus
lecturas: finanzas, política, ciencias; la mayor parte de sus
predicciones entraba en una de estas categorías. Pero no eran vagas, del
tipo de pronósticos de Nostradamus; nada que sonara a «gran
desastre en el nuevo hemisferio dentro de tres siglos». Eran precisas
hasta en detalle de minutos: números precisos, desde muertos hasta
puntos en la escala Richter, sólidos indicadores económicos, en
porcentajes, de aumento o disminución, en el país y el
extranjero. Todo estaba puesto en una limpia y apretada escritura, dentro de
una sola línea (un único espacio asignado de cada línea)
en el portafolio: «Víctimas por encima de este nivel en este lugar
en este momento por esta razón».
El libro me dio un
escalofrío, más fuerte, de alguna manera, que su cuerpo
descansando tranquilamente en la cama de la otra habitación. Nunca
había pensado en mi padre como una persona sensible. Tampoco insensible,
por supuesto. De otro mundo es quizá la mejor expresión; no
entendía con frecuencia su conducta ni motivaciones. No se me
había enseñado a hacerlo. Un buen porcentaje de mis
compañeros veían a sus padres como amigos, y progresivamente como
iguales. Yo veía a mi padre muy por encima de mí, a una distancia
que nunca hubiera esperado alcanzar, sobre una escalera que no hubiera podido
definir ni aunque se me presionara. Y su libro, su diario, esta nueva historia
descubierta de mi propia vida tanto como de la suya, revelaba no sólo el
origen de los ingresos de mi padre, la fuente que me había mantenido
toda la vida, fragmentos y pedazos de lo que él había estado
haciendo, en mi presencia y en mi ausencia, lo que quería decir cuando
se refería a su trabajo; me decía también que mi padre (si
no «sensible» en un sentido convencional) había estado
conectado con el mundo con una intensidad mucho mayor de la que yo hubiera
imaginado posible.
¿Cómo
sabía él estas cosas? Su éxito en las predicciones estaba
muy por encima de lo que cualquiera podría atribuir siquiera a las
probabilidades promedio. Era algo que podía ser, que tenía que
ser explicado de dos formas. Primeramente, él era, y aparentemente
siempre lo había sido, un investigador del más alto nivel. El
estudio en que me sentaba podía dar un mudo pero poderoso testimonio de
ese hecho. Mis recuerdos también, revividos por las revelaciones del
libro ante mí, corroboraban y confirmaban esto. Era la segunda
explicación la que resultaba más inquietante, sin embargo.
Predecir el cambio, sismológico o financiero, con precisión, es
ya suficientemente difícil para un período de meses. Algunos
dirían que hasta imposible. Pero hacerlo para un período de
años, sin la ventaja de haber puesto a prueba las propias habilidades de
una manera significativa... ¿Cómo después de todo se puede
predecir algo quince años en el futuro y después esperar a ver si
ocurre? Esto excede totalmente cualquier margen de credibilidad. Los
conocimientos de mi padre, sus preconocimientos, amplia y consistentemente
demostrados en las desvaídas páginas ante mí, no
podían ser explicados lógicamente. Y había hecho
más que suficientemente claro que ésta era una habilidad que
posiblemente yo poseería también.
Había otros
fragmentos y piezas de información que encontrar en el estudio.
Habría estado sondeando por largo tiempo sus recursos, pero aquello de
lo que tenía necesidad inmediata cayó pronto en mis manos: el
cajón superior derecho del escritorio dejaba ver cartapacios con
documentos y cartas, instrucciones y sugerencias, títulos y alquileres,
pólizas de seguro y cuentas en bancos extranjeros, un testamento (que
ratificaba lo que ya era obvio: yo era el albacea y único heredero)
pequeñas donaciones a los sirvientes que él asumió yo no
mantendría, donaciones en sobres, respetables fajos de dinero
norteamericano apretados con elásticos que habían comenzado a
descomponerse. Todo esto daba la impresión de haber sido preparado
hacía mucho tiempo, lo cual, de súbito, me parecía
perfectamente natural.
Mis pensamientos,
mi lenta examinación de los documentos, el recorrer sin punto fijo de
mis ojos sobre los estantes de libros y revistas que se alineaban en las
paredes del estudio, de pronto se interrumpieron abruptamente por el timbre
(destemplado e imprevisto) del teléfono sobre el escritorio.
Pensé en no contestar. Pero cierta presión, matizada, por razones
que no puedo articular, con culpa (resistencia, quizá, a asumir
cualquiera de las prerrogativas y responsabilidades de mi padre) movió
mi mano hacia el aparato. Hubo una pausa después de que dije hola, en la
que consideré colgar. Finalmente, una voz tentativa preguntó:
«¿Habla el hijo?»
Y así
comencé con el negocio de cobrar las deudas de mi padre.
¤ ¤
¤
Cargar con los
ritmos de la vida de mi padre se volvió para mí más
natural de lo que esperaba o, de alguna manera, inclusive deseaba. Leí
el libro; me hice cargo del negocio. Aunque pensé en un principio que me
libraría del apartamento y encontraría otro lugar, no lo hice.
Dejé ir a los sirvientes, contraté a alguien para que viniera una
vez por semana a limpiar, llevaba la ropa sucia yo mismo a la lavandería
de la esquina cada quince días o algo así, cuando más o
menos me quedaba sin nada que ponerme. Pasaba mucho tiempo en el estudio de mi
padre, sin vestirme hasta muy tarde en el día, saliendo a cenar (solo o
con amigos) a las diez de la noche, cuando las paredes, el polvo, los diarios y
los libros se volvían finalmente demasiado pesados.
Alrededor de
mí, la ciudad se sacudía y temblaba, por razones ni siquiera
remotamente vinculadas a las placas tectónicas. La inflación
estaba salvajemente fuera de control; había carestía y colas;
apagones rotativos eran anunciados en el Clarín y otros diarios, en
horarios que indicaban qué parte de la ciudad estaría a oscuras y
cúando. Los apagones no anunciados (uno asumiría, no planeados)
eran comunes también. Todos se quejaban de ser seguidos por los
apagones, desde la casa a la universidad o el trabajo o adonde quiera que
fueran en la noche en sus vanos intentos por relajarse y fingir cierta
normalidad. Los bancos, sin embargo, literalmente zumbaban. Les brotaron
generadores diesel, máquinas masivas que se estacionaban afuera en la
calle, conectadas por serpentinos cables negros a las computadoras y alarmas y
mecanismos más allá de mi entendimiento, que ostensiblemente
mantenían la economía moviéndose del todo. Yo hice lo
mismo, instalé mi propio generador en el sótano. Mi vida,
también, zumbaba.
Lo único
que no podía hacer, un área para la que mi padre no había
dejado instrucciones explícitas, en la que no encontré una lista
rápida de qué hacer y qué no, era añadir algo al
negocio. Restar era fácil; las cobranzas, rutina; los pagos, aunque
menos frecuentes, no representaban ningún problema. Pero
¿cómo encontraba uno a las personas con las que hacer negocio y
(mucho más importante) de qué parte de uno podía ser
extraída la información necesaria?
¤ ¤
¤
Voy borrando de
mi cabeza los paraderos según pasan: Agüero, Bulnes, Canning, Plaza
Italia, Palermo. El portafolio de mi padre resulta ligero en mis rodillas. Una
cuarta y última vez el tren llega a la estación donde
supuestamente debo bajarme, la Facultad de Medicina. Todavía está
oscuro. Debería haber sabido esto, debería haber leído los
periódicos en la mañana, pero me veo a mí mismo
levantándome lentamente y a propósito de mi sitio, cruzar la
puerta, y encima del andén mientras el tren (las puertas, como es
característico, sin cerrarse todavía) comienza a moverse
nuevamente. La sensación, exaltada por la oscuridad, es desconcertante,
como si fuera el andén y no el tren lo que se mueve; me toma una
fracción de segundo recuperar el equilibrio. Sin las luces del
subterráneo, la estación está casi completamente a
oscuras. De alguna parte puedo oler una lámpara, pero no hay luz
visible. La gente se tropieza conmigo y murmura disculpas, mientras se mueve,
como un rebaño, hacia las salidas, túneles, escaleras y el duro
ascenso hacia la luz del día. Espero. Sería muy fácil
moverse con la multitud, siguiendo su tarareo. Sería deshonesto pienso
para mis adentros, gentilmente divertido en una situación que requiere
tristeza para darse propiamente por enterado de ella, algo que no quiero
admitir todavía.
Los pasajeros que
salen gradualmente se alejan. Siento sólo la presencia de los que
esperan el próximo tren, parándose quietos, las espaldas contra
las sucias, frías mayólicas, los invisibles muros vívidos.
Si puedo navegar la oscuridad, sin las ideas que los otros tienen, si puedo
encontrar mi camino hacia arriba y afuera, a la Facu, donde alguien me espera
para encontrarse conmigo, tal vez también puedo aprender el otro lado
del negocio de mi padre, aprender ese lado de mí mismo que,
explotándolo, me exigiría al mismo tiempo dominarlo. Lentamente,
consciente de que los rieles, un inminente peligro, están a mi
izquierda, la salida en alguna parte a la derecha, comienzo a caminar hacia
adelante. Tengo una deuda que cobrar. |