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Karinna Álvarez, '13


Recuerdos de Mallorca

      Y como estaba vacío, el viento que entró trajo cosas nuevas, ruidos que no había oído, gente con la que jamás había hablado. Volví a sentir el mismo entusiasmo de antes porque me había libertado de mi historia personal, había destruido al "acomodador", había descubierto que era un hombre capaz de bendecir a los demás de la misma manera que los nómadas y los hechiceros de la estepa W a sus semejantes. Descubrí que era mucho mejor y mucho más capaz de lo que yo mismo pensaba; la edad sólo disminuye el ritmo de aquellos que nunca han tenido el coraje de andar con sus propios pasos."
                                                                                          Paulo Coelho, El Zahir

     Estaba sentada en el porche de la caseta, acomodada en una de las sillas de mimbre mientras Carmen, mi madre española, preparaba la comida del día "Es un pan amb oli," me decía desde la cocina. "Es una comida muy típica de aquí. A lo mejor no te guste (luego notaré que esto lo dice Carmen de todas sus comidas), pero hay que probarlo, si por esto estás aquí."

     Era septiembre y el sol del mediodía alumbraba todo a mi alrededor: la tierra del campo, su seca vegetación, las paredes y las contraventanas verdes, típicas de las casetas mallorquinas. Sólo se oían los pájaros y el movimiento de Carmen en la cocina. De vez en cuando también se oía el inquieto Cervus, el perro de Carmen, que entraba y salía de la caseta, indeciso de que si quería aprovechar de su ama y estar junto a ella o si debería de salir al porche y conocer a la nueva extranjera que habían traído a su campo.

     Cuando Carmen trajo la comida a la mesa del porche, terminaba de resaltar con un bolígrafo ese párrafo del libro de Paulo Coelho, haciendo una nota mental de relacionarlo con lo que había sucedido media hora antes. Yo miraba atentamente mientras ella llevaba a cabo la preparación de un "pan amb oli." Cogía el pan moreno, cortaba los tomates pequeños que le había dado la vecina Juana de su huerta, los pasaba por encima del pan, le ponía un poco de aceite y un poco de sal, y finalmente, lo vestía con lomo, chorizo y patatera.

     Media hora antes había estado sentada en esa misma silla de mimbre leyendo mientras Carmen guardaba los trastos que había traído de Palma, cuando vi pasar por la barrera de la caseta a una mujer mayor, redonda, y que caminaba hacia donde yo estaba. "Bons dies" dijo la mujer en Mallorquín, bajo un suspiro de cansancio. Carmen salió al porche en seguida y yo dejé mi libro para presentarme apropiadamente. "Soy la emprenyosa del campo," dice la mujer antes de aceptar mi primer beso (las primeras semanas en España me cuesta recordar que aquí se dan dos besos). Como Carmen me ve un poco confundida por lo que había dicho la mujer, aclara, "Ella es la que emprenya por aquí."

     "Ahh," respondo, con una sonrisa para afirmar que he entendido el termino "emprenyar" aunque no tengo la menor idea de lo que significa. "Así que tú eres la hija adoptiva este año," dice la emprenyosa, sus ojos mirándome por encima y por abajo como si me estuviera examinando y aprobando mi visita del año. Le entrega a Carmen unos tomates que me parecen demasiados pequeños para comer y me dice, "Ven niña, para que veas mi casa y tomes fotos de todo lo que tengo."

     Es como si el sol de esa tarde en la caseta me lo hiciera bien claro. Solamente cinco días después de haber llegado a Mallorca se había alumbrado el camino de mi viaje en el extranjero, brillando como nunca había brillado antes, mi decisión de venir a estudiar en Mallorca. Cuando la vecina Juana abrió su puerta, yo abrí la mía. Fue en ese momento cuando acepté que las historias de otras personas y de otros lugares también serían las mías.

CATALINA POURAN, "LA PALMESANA"

     Catalina Pouran es una señora pequeña. Los primeros días que visito la residencia doy un vistazo por la puerta de cristal que separa la recepción del comedor. Esto lo hago un poco por curiosidad y un poco para saber quiénes son los habituales del comedor. Sin fallo, cada vez que miro, está Catalina, siempre ocupando la misma silla del comedor. Es una figura tan pequeña que se la come el asiento enorme, haciéndola fácil de pasar por alto. Pero yo sabía mejor. Tomeu, el educador social de la residencia, me había dicho el primer día, "No te engañes por su tamaño ni su edad, Catalina Pouran tiene la memoria más clara que las nuestras." Desde aquel entonces, cada vez que echaba un vistazo al comedor, yo la miraba con ojos de admiración. Esta figura pequeña, con todas las décadas que ha vivido, me intimidaba, hasta que un buen día había acumulado el coraje para presentarme.

     Sería lo más lógico pensar que su pequeña estatura se debe a su edad delicada pero la ciencia no me convence e insisto que esta señora ha sido pequeña de toda la vida, precisamente por su carácter que domina su estatura. Tiene una cara fina y pequeña pero con rasgos destacados. Sus ojos grandes y oscuros tienen la forma y el color de almendras tostadas. Sus gafas, grandes y redondas, en vez de resbalarse, encuentran el apoyo de la cresta alta de su nariz. Sus brazos delgados terminan en dedos largos y aunque le caben bien, los zapatos se le ven enormes, debido a que tiene palitos para piernas.

     "Soy de la capital de toda la vida," me dice. "De toda la vida, soy Palmesana," confirma, dándole firmemente al piso con su bastón como para señalar que esto es indiscutible. "Sabes lo que significa Palmesana? Quiere decir que soy de Palma." Con esto, sus ojos oscuros afirman que me puede contar de la capital. "Yo nací el 11 de julio de 1920 y tengo 91 años. Mi padre era fundador de fabrica de electricidad y mi madre planchadora. Los días que ella cobraba nos permitían comprar unas ensaimadas. Cada día, pasaba el señor de las ensaimadas y cobraba 25 céntimos para tres. ¡25 céntimos para tres ensaimadas!" Levanta tres dedos, dándole énfasis a la diferencia en precio entre las ensaimadas de hoy y las de hace mil años. En ese momento, me viene a la mente la ultima vez que compré una ensaimada. Era una grande y me habían cobrado 15 euros.

     Catalina me cuenta de cuándo ella y su hermana llegaban a casa después del colegio. "Para la merienda," me dice, "nos daban pan con pimentón y nos decían que era sobrasada." Hay una pausa hasta que las dos nos ponemos a reír. Catalina continúa entre risas, "Pero era muy rico y a mí me gustaba. Claro, lo hacían porque no tenían dinero, mis padres." Cambia a un tono más serio y dice, "No todo el mundo podía comer sobrasada, sabes. En Palma no hacían matanzas y la sobrasada era solamente para la gente rica." Me cuenta que en la ciudad "Había una gran diferencia entre los ricos y los pobres. Los ricos eran siempre los que tenían criados. Pero que la gente tenía una cultura siendo pobre, sí. Una cultura que hoy no la tienen." Cuando le pregunto qué quiere decir con 'cultura' sus almendras tostadas se hinchan con ira. "Con cultura quiero decir e-du-ca-ción." Continúa, "Hoy tienen muchos estudios pero les falta la asignatura de educación." Me da un ejemplo: "sentados en la mesa, no te podías levantar si tu padre no se levantaba. ¡Hoy ni siquiera comen juntos!"

     Me cuenta que, al menos en la ciudad, desde chico te ponían a trabajar en una tienda o te ponían a coser. "Yo trabajé en una tintorería" mi dice con orgullo. También me explica, orgullosamente, que los padres les tenían mucho respeto a sus hijos y los hijos a sus padres. "Uno cuidaba al otro," me dice. Su tono de orgullo se convierte en uno de furia, se me acerca con los hombros un poco agachados y dice, "¡esto de meter a los padres en una residencia no existía!" y vuelve a retirar los hombros. "En fin," concluye, "Antes Mallorca era la isla de la calma, ¡pero hoy es la vida del desespero!"

     Me quedo sorprendida de que, hablando sobre la vida en Palma hace 80 años, a Catalina se le ocurre hablar sobre la educación de las personas de hoy. La furia que encuentro en sus ojos al hablar de esto me hace pensar: ¿somos tan malos? Para el resto de la conversación procuro tener la mejor "educación." Me levanto de mi silla cuando ella se levanta para ir al baño como acto respetuoso.

CATALINA BERGAS, "LA MALLORQUINA DE CUATRO PIES"

     La primera vez que conozco a Catalina (Cati) Bergas me pide que la acompañe a dejar a su primo, Rafael, otro residente, en el edificio donde cuidan a aquellos que tratan de escaparse. "Él se escapa," me dice, "y por eso a la hora de la comida lo tengo que llevar a este edificio." Las dos llevábamos a Rafael por la mano cuando, de repente, Cati le da una patada a una planta en el pasillo y se tumba al piso. Dice, "siempre se los digo, esa planta tiene muchos pinchos. Si se cae uno de estos viejos, la planta les saca el ojo." Los tres seguimos caminando. Sorprendida, doy la vuelta para verificar lo que acaba de suceder. Ahí, en el pasillo de la residencia, se quedó la planta tumbada, su tierra esparcida por el suelo.

     Así es Cati, "la Mallorquina de cuatro pies," nacida el 15 de agosto de 1925. En Mallorca, este día es la fiesta "Mare de Deu d'agost" o "Mare de Deu Morta." Sacando su DNI, explica que, aunque había nacido el día 15, sus documentos dicen que fue nacida el 16. Confundida, le pregunto por qué. "Pues, por que como era fiesta el día que nací, mi padre tuvo que ir el día siguiente para confirmar mi nacimiento y me pusieron el día 16." Su explicación no me consola y me quedo perpleja por esto.

     "No tengo un alto nivel de educación como las demás mujeres que ves por aquí,"me confiesa, "pero sí soy muy lista y eso para mi vale más." Me cuenta que a los seis años ya empezó a leer. "Les leía los periódicos a los abuelos y sus amigos," me cuenta. "Ellos me esperaban en la bodega que quedaba en la calle de mi casa. Cuando me veían caminando de la escuela, me llamaban para que les leyera el periódico. Por la pobreza en Mallorca, ellos nunca aprendieron a leer."

      Esta Mallorquina es de Llubí y a los cuatro años ya le mandaban a coger almendras. Ella me cuenta, "mi madre me mandaba a ver cuántos huevos habían o cuánta harina teníamos." A los diez años su padre murió, dejando un niño de ocho años, un bebé de dos y ella de diez. A partir de ese día, Cati dejó de ir al colegio. "A trabajar," me dice, y a los 11 años empecé a coger olivas en Soller, Solleric y Llubí. "En estos tiempos me llamaban 'Catalina de Llubí,'" me dice. "Era de las jefas que cogía las más aceitunas." Cati recuerda que también era la que más alcaparras cogía: "he cogido 40 kilos en un día cuando era joven. Las vendía y así ganaba un poco de dinero."

     Le pido que me hable sobre la vida en el pueblo cuando era niña y me describe un pueblo con burros, caballos, tierra, almendras. Me cuenta que, a cabo de años, venía una peladora para pelar las almendras y un tractor para la tierra. "Se alquilaban" me dice, "como hoy se hace con un taxi." Me habla sobre las fiestas de los pueblos, como por ejemplo, la fiesta de los moros y los cristianos en Soller. "Se celebra que las mujeres hicieron que los moros se huyeran," me dice.

     También me cuenta que la gente se dedicaba a las cosas de su pueblo. Por ejemplo, "todos los del pueblo de Inca se dedicaban a zapatos. Las mujeres ganaban dinero dentro de sus casas." Cati continúa como si lo que dice no lo puede controlar, "en los pueblos, las casas no se cerraban porque fiabas a todo el mundo. Sólo oías, '¿se puede pasar?' y la gente seguía adelante."

     Cuando le pregunto cómo han cambiado las cosas su respuesta es sencilla e inolvidable, "Ahí quedan colgadas las peladoras y los tractores," concluye la Mallorquina. Lamenta que los chicos se fueran a estudiar fuera o a trabajar en los hoteles de la ciudad y "los viejos se quedaron cogiendo las alcaparras y las almendras, porque ya no se pagan tan caras." Cati mira al suelo, y como si estuviera hablando de otro mundo, dice, "Una finca, que antes era un tesoro, hoy no vale nada." Concluye, "La vida en Mallorca cuando yo era niña era cruda."

     Observo el carácter de Cati, de esta Mallorquina que se hizo muy amiga mía. Durante nuestras conversaciones menciona varias veces que no tiene un alto nivel de educación. Aunque sabe que es lista, pienso que no se da cuenta de lo tanto que me ha enseñado. Son aquellos que piensan que son regulares, sin mucho que decir, los que a veces dicen más.

     Sabía que me iba llevar muy bien con Cati el momento en que la vi tumbar la planta. Jamás se me olvidará aquel momento. Cuando tenga su edad, espero ser tan polémica como ella. La edad no le ha robado el ritmo de la vida. Con el poco nivel de educación que tiene, Cati sabe describir lo que ha vivido, de manera que aquellos que la escuchan tienen el privilegio de vivir, a través de sus palabras, un poco de lo que ella cuenta.




vol. 10 (2013)
vol. 10 (2013)
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