Rocío
Oré, FLA (Perú)
Formicidae
Cuando menos sea nuestra
fuerza, más animoso debe ser nuestro corazón.
Defensores de Arica (Batalla de Arica, 1880) |
El agua agitaba
fuerte. Formaba pequeños ríos, rebotaba al caer, inundaba todo
por doquier. Lavar platos nunca ha requerido mayor proeza. No hay un
instructivo de cómo lavarlos. Uno asume que lo sabe, simplemente. No
había que extenderse más de quince minutos en hacerlo. Eso si
solamente éramos ella y yo.
Hacia
junio, el moho crecía. Se arrastraba por cualquier rincón de la
casa, las paredes comenzaban a cambiar de color y el frío húmedo
en Lima hacía que juntara las manos más que siempre. Lavar los
platos ya no era divertido. El agua estaba más fría que de
costumbre. Había que tener un mínimo de diligencia para evitar
lavar platos: usar apenas algunos, evitar usarlos del todo o simplemente comer
fuera.
Cuando las vi por primera vez, las
ignoré. ¿Cuántas serían? ¿tres? Son
inofensivas - me dije. Morirán en julio. Sin embargo julio llegó
en un chasquido y las veces en que me acercaba a lavar los platos
comencé a ver más hormigas que de costumbre. Entonces -nuevamente
hablaba conmigo misma- es mi idea. Seguro que se van (o terminan de irse) en
setiembre, ya entrada la primavera. Sin embargo, comenzaron a aparecer
más y más y a veces había apenas terminado de lavar algo y
aparecían debajo de un plato, sobre las servilletas, al costado de la
mesa y los secadores. Las veía rodear la licuadora, pasear a
través del surco de las cucharas y merodear por el tarro de
azúcar (¡y Dios nos libre si llegan a entrar dentro de él
porque sería un festín interminable para ellas!).
Entonces, usé agua. Comencé a
inundar todas las esquinas por donde las veía, con mis dedos
destruía sus caminillos apenas delineados y desaparecía
ejércitos enteros a mi vista y paciencia. Se metían en agujeros
imposibles de llegar para mi torpe naturaleza humana (claramente mis dedos no
llegaban a todos sus escondrijos). Las perseguía con la mirada siguiendo
su laberinto, tratando de explicarme porqué volvían cada
mañana, porqué aparecían ahora por el espejo, por la
ducha, por el marco de la puerta. Estaban por doquier. Al parecer era ya muy
tarde.
A los pocos meses de su primera
aparición (en realidad segunda), Tita cayó enferma. Tita
vivía con nosotras, era la primera emoción en las mañanas
y se divertía mordisqueando mis pies mientras yo estudiaba o estaba en
la computadora. Me dijeron entonces que las hormigas significaban algo:
mudanza, partida. Enseguida descreí ello y sonreí con algo de
temor por dentro.
Al día
siguiente sin embargo, ataqué ferozmente cualquier rincón donde
pudiera encontrarlas y usé no solamente agua sino detergentes,
aromatizantes, esprays, inciensos. Dejamos entrar el frío y se abrieron
las ventanas. Tita terminó de irse meses después. Algo de verdad
habría, pero yo no creí. A pesar de que al par de días de
este triste evento las hormigas desaparecieron, yo no creí.
Hace algunos meses atrás, mientras lavaba
los platos, vi una hormiga. Enseguida la imagen de su absurda presencia la
última vez me dio escalofríos. Esta vez, a pesar de no creer
(pero uno siempre cree y suele no aceptarlo), decidí acabar con ellas.
No les di tregua. Busqué hoyos, caminos, las busqué y las
encontré, las eliminé a mi paso. Inundé sus escondrijos y
maldije en silencio su llegada. Esta vez no me van a ganar - les dije. No me
van a echar de mi hogar.
Hoy, ya marzo.
Hace unas semanas las hormigas terminaron por echarme. Una suerte de nostalgia
e impotencia me hace recordar los momentos en que las veía anunciar lo
irreparable. Descreí (pero como dije, uno siempre suele creer) su
anuncio fatalista. Jamás me hice a la idea. Un camino de hormigas
incesante no me va a echar del hogar que construimos, de los pasos que andamos
y de las risas que llenaron esas paredes durante todo este tiempo.
Si quiero romper su anuncio, solamente queda una
salida. Es tiempo de regresar a casa y pelear hasta el último cartucho.
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