Rocío
Romero Otero, FLA (Coruña)
Sentido figurado
Todas las
historias tienen un principio y un final, siempre con un motivo detrás.
Cada persona tiene sus propios motivos y maneras de entender y dar sentido a
sus relaciones. Es imposible que otros comprendan perfectamente cómo nos
sentimos, por qué. Por eso, cuando contamos historias recurrimos a
metáforas, analogías. Porque aunque las denominemos figuras
retóricas, literarias, deberían llamarse figuras de la vida.
Porque la vida se cuenta en sentido figurado, para entenderla
mejor.
Por algún motivo, o por
muchos, era una mala época. No era consciente de estar perdida, pero no
hacía más que buscarme a mí misma. Deseaba encontrar algo,
pero no salía buscarlo. Me creía contenta estando cómoda,
como si en la comodidad me sintiera cómoda. Quería querer.
Esperaba que, sin esforzarme, alguien llamara a mi puerta. Y, de algún
modo, llamaron. O llamé. Qué importa la
diferencia.
Apareció él.
Él, que se interesó en mi presente sin conocer el pasado. Que se
enganchó al libro sin leer el prólogo. Sin pistas. A ciegas.
Sabía que no estaba bien, pero me aferré a hacer lo que me daba
las ganas. Fue todo muy lento y extremadamente rápido. El ritmo exacto
es imposible saberlo; estábamos los dos solos y ninguno llevó la
cuenta. Sentí todo. Todas las ganas que se pueden sentir. De observar,
conocer, reír, vivir, planear, hacer bien, mal, volar, escapar, abrir
puertas, cerrarlas, llevar, dejarme llevar. Ganas de él. Ganas de verle,
cuando le veía. Ganas de imaginar lo que existía. Pero, a veces,
cuanto más ganas, más te olvidas de cómo se pierde;
más peligrosa resulta la
caída.
Había soñado,
tan alto, que no recordaba cómo regresar, tan abajo. Me encontré
bajando, cayendo, tirándome, sin entender (o sí) el motivo. Todo
perdió sentido. Mirándole, a los ojos, no conseguí verle.
Empezamos a hablar por hablar, a emitir solo sonidos, a callarnos. A asustarnos
y escondernos. Escaparnos. Él dejó de recordar, no me
reconocía. Dejé de conocerle. Sus recuerdos se borraban; dejaba
de ser él. Intenté que recordara, sin lograrlo. Y lo único
que podía pensar era, "como te mueras, te mato". Y así, antes de
que muriera, lo abracé. Fuerte, para después impulsarlo hacia el
agua. Lo sumergí, sin mirarlo, llorando, y, aunque luchaba por salir a
respirar, insistí hasta que noté cómo desistía, se
dejaba empujar, llevar, hasta que, de repente, nada. Inmóvil. Inerte.
Silencio. NADA.
Intenté apartar la
nada y, de repente, me di cuenta de que sí había algo. No era
todo nada. Sonido. Me paré a escuchar. Escuché el agua del
río; corriendo.
Nunca oyes la misma
agua. Es agua en movimiento. Es agua que nunca
vuelve.
Tiré ese cuerpo que antes
era de él a la corriente, para que no volviera. No me volvía
mirarlo. Total. No era él. Y en todo caso, querría verle volver,
no volver a verle.
Y ahí se
quedó. Creyéndose cuerda. Sabiéndose cuerda.
Sabiéndose a cordura. O sabiendo a cordura menos que nunca. Sin saber.
Se fue, antes de que nadie le pidiera explicaciones. Sin saber a nada. Buscando
saber. Y sabor.
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Tiene personalidad narrativa,
es decir, una forma personal de decir las cosas, de filtrar ciertas ideas a
través de su subjetividad. Sabe construir frases ocurrentes, estilo
aforismo, y no se siente que lo haga por vanidad sino como parte del relato. La
historia de amor que cuenta es común. En manos de otra persona
habría sido insignificante, pero ella supo aprovecharla a través
de los pequeños detalles. |