Mariano
Andrés Sañudo, FLA (Buenos Aires)
Manifiesto chocolatista
Bueno, resulta que
estoy sentado en un barsucho de Compostela, a media cuadra de una fuente con un
busto que cada vez que paso me hace acordar a Harry Haller filosofando acerca
del retrato de Goethe. Pero este no es Goethe, es Cervantes, o como nos gusta
imaginarnos que fue Cervantes. Estoy ahí sentado frente a una taza de
chocolate y cuatro churros que son un poco como los escalones de una
facturería de Palermo, donde con los pibes comíamos ritualmente
factrolas con Cindor a la salida del colegio.
En una bolsita
tengo una antología de Lorca que me salió lo mismo que el
chocolate con churros. Me río de la ironía y pienso en las
diatribas contra el capitalismo de cierta socialista que me espera a diez
millones de kilómetros pa allá. Me pongo a ojear el libro
mientras se enfría el chocolate y leo:
Quemaré
el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana
y no terminarlo nunca.
Con esa frase
hamacándoseme en el bocho, me llevo la taza a la boca y me cago
quemando. Pero cuando la lengua asimila el shock, ¡carajo, que pedazo de
chocolate! Es tan espeso que no se si tomarlo o si comerlo con cuchillo y
tenedor. Empino la taza y me pongo a tragar como un desquiciado,
disfrutándolo de una manera casi báquica. Y justo ahí, en
ese momento, ahí es cuando caigo. Ahí me cae el piñazo en
medio de la jeta, para citarlo al Negro Fontanarrosa. Por fin logro entender
plenamente algo que apenas habíamos atisbado discutiendo con los
muchachos, después de una noche de caminatas y copas por vaciar, en ese
pozo de ontología etílica que es Bellagamba. Intenté
varias veces volver a ese estado que invita a revelaciones; pero lo que no pude
encontrar en media botella de Jameson y tres chupitos de absenta, me lo
reveló una taza de chocolate. Ojo, eso sí, no un chocolate
cualquiera; chocolate gallego artesanal.
Ese apure por
tomarme el chocolate de un saque e irme era una síntesis perfecta de lo
que implica para mi generación el disfrute. Es algo que no aceptamos del
todo por la culpa inconsciente que nos genera el paradigma vigente. Ese
paradigma que sabemos que está muerto pero que todavía no pudimos
enterrar y que nos contamina la casa de olor a velorio. Para éste, gozar
está proporcionalmente ligado al tiempo. Algo, una vocecita hija de
puta, me decía que disfrutar el chocolate implicaba pasarme media hora
sentado ahí, tomándolo de a sorbitos. Por eso no producimos, por
eso no logramos nada de calidad, porque tomamos el chocolate como se supone que
deberíamos, y no realmente como se nos canta el culo hacerlo. Nos
mantenemos a la sombra de los grandes, nos matamos por escribir a lo Borges,
vivir a lo Cortázar, sufrir a lo Arlt. El problema es que queremos haber
leído todo lo que leyó Georgie, pero no nos interesa hacerlo;
tenemos unas ansias terribles por terminar el Ulises de Joyce, pero la sola
idea de abordarlo nos resulta insoportable. Nuestro concepto de alegría
está en ese finísimo instante entre lo que hicimos y lo que
estamos por hacer. Somos preciosistas del instante, nos delira más un
encarar de Messi en velocidad que la Novena Sinfonía; nos conmueve menos
la belleza de la Victoria de Samotracia que el culo de la de la minita que la
está mirando al lado nuestro; lloramos cada vez que vemos el gol del
Diego a los Ingleses, pero no estamos dispuestos a hacer media hora de cola
para ver a La Gioconda. Y no está mal, no tenemos por qué
sentirnos culpables ¿Qué tiene de malo querer terminarse el
chocolate de un trago para salir casi corriendo a la calle a ver qué
pasa? Y aunque no pase nada, tal vez ese nada sea un algo que todavía no
aprendimos a mirar. Tal vez lo que te estoy diciendo sea una pelotudez grande
como una casa, pero bueno, no sé, yo lo propongo igual.
Estudiémoslos a todos, aprendámonos hasta la última coma,
toda sinécdoque, hipálage y metáfora, cada puto
encabalgamiento; tomémonoslos de un saque como el chocolate y
olvidémonos de ellos. Quememos el Partenón y tal vez el dejarlo a
medias nos muestre algún nuevo tipo de belleza. |