Estrella
Cibreiro | College of the Holy Cross
Carta a una vieja amiga Nostalgia
en U.S.A.
Más que
rendirme a la nostalgia, he preferido siempre entregarme a la esperanza; pero
con el paso del tiempo, amiga mía, mis ojos se vuelven sin querer hacia
atrás, escrutinando lo que fue y ya no es, añorando lo que fui y
ya no soy. Y miro hacia ese pasado con extrema cautela y precaución,
tapándome a veces los ojos, pero haciendo trampa y vislumbrando entre
los dedos, como cuando se ve una película de terror, con curiosidad y
pavor al mismo tiempo, con atracción y repulsión, con dulce
deleite e inexplicable mortificación.
Supongo que mi
experiencia nada tiene de excepcional; imagino que en un momento u otro todos
nos asomamos al baúl de los recuerdos con reticencia. Si algo he
aprendido con el paso del tiempo es precisamente que los seres humanos nos
parecemos más de lo que creemos; y si en aquélla un tanto lejana
juventud pensábamos que las experiencias que teníamos eran
únicas e irrepetibles, supongo también que la mayoría de
nosotros nos hemos dado cuenta al fin y al cabo de que casi nada de lo que
vivimos o sentimos lleva el sello de excepcionalidad. Todos sufrimos, amamos,
deseamos, tememos y añoramos; todos pensamos en la vida y la muerte,
¡cuánta vida y cuánta muerte!, todos nos miramos en el
espejo y observamos las arrugas nuevas que se dibujan ante nuestros ojos, las
incertidumbres que se esconden en nuestros gestos y los interrogantes que laten
bajo nuestra piel. En ese vasto y a la vez diminuto espacio que es nuestra
existencia, todo lo que es, ya fue y volverá a ser.
Y, sin embargo,
qué excepcional nos parece aquello que es tan universal; y con
qué grado de individualidad percibimos y asumimos tantas experiencias y
sentimientos que en realidad nos son comunes como grupo o raza. Esta
lección me ha resultado más difícil de aprender, a pesar
del paso del tiempo, y sigo debatiendo sin cesar el porqué de nuestra
insistencia en resalzar la diferencia y sacrificar la similitud. La historia,
como bien sabes, está plagada de esa tendencia ancestral a marcar
nuestra singularidad, a veces como individuos, a veces como grupos, a expensas
de nuestra igualdad y solidaridad. Sospecho desde hace algunos años que
ésa es la verdadera razón por la que nos empeñamos en
definirnos simultáneamente por lo que nos identifica como miembros de
unos grupos y nos distingue o separa de otros. Blanco o negro, cristiano o
musulmán, palestino o judío, católico o protestante,
hombre o mujer, ¡cuánta violencia ha engendrado nuestro temor a lo
que nos es diferente y desconocido! ¡Cuánto dolor irreparable
hemos acumulado a lo largo de los siglos!
Pero no hablemos
de historia y menos de política sino de humanidad; al fin y
al cabo, esa pertenencia a la raza humana es lo que nos une inexorablemente. Y
la nostalgia por tiempos pasados me une de forma universal a todos, sin
distinción de religión, raza o sexo. Porque ése el
paso del tiempo y no nuestras diferencias ideológicas,
físicas o espirituales, ha sido siempre nuestro verdadero enemigo. Un
enemigo imponente e invencible, demasiado elusivo para nuestra naturaleza
concreta. Un enemigo sin rostro y sin definición que nos va encaminando
lentamente hacia lo impensable, lo inimaginable. Ninguna distracción
consigue ahuyentar su sombra, ningún quehacer evadir su alcance.
¡Qué tormento el nuestro! Sentirse vulnerable, saberse mortal. Mi
nostalgia me une a todos en ese esfuerzo diario por vivir a pesar de saber, por
seguir a pesar de ya no ser lo que fui. Me une sobre todo a ti, porque fuimos,
juntas, en un pasado no tan remoto como para haber sido olvidado, pero lo
suficientemente distante como para aparecer en los libros de historia.
Sí, fuimos, juntas, y éramos jóvenes, y enterramos la
dictadura, y bautizamos la democracia, en aquella España
soñolienta pero entusiasta, ingenua y a la vez altruista, temerosa del
futuro pero al fin libre. Y con este vasto océano que ahora nos separa,
confieso que te añoro más de lo que quisiera o debiera, y aunque
me resista a llorarte, inmune siempre al sentimentalismo, no me doblego a la
pérdida ni al olvido, ni siquiera me rindo ante el tiempo, prefiriendo
confiar en la recompensa incierta de la esperanza y en la imprecisa promesa de
reencuentros lejanos.
Tengo que admitir,
si he de ser del todo sincera, que el tiempo se ha portado bien conmigo, mucho
mejor de lo que hubiera podido imaginar. De su mano he aprendido a caminar con
una serenidad y una certeza anteriormente desconocidas para mí; he
aprendido a saborear el exquisito manjar de los pequeños deleites
diarios: un paseo bajo el calor reconfortante del sol, una buena
conversación con un amigo verdadero, la infinita ternura del beso
cálido en la inocente piel de mis hijos, el grato placer de la
reflexión solitaria. El tiempo me ha enseñado a respirar de
manera más lenta y consciente, a calmar el impulso inmaduro, a
convertirme en mi más ferviente aliada y leal compañera.
Me ha
traído no sólo aceptación de quien soy, sino
también aprecio hacia quien fui y quien seré. El tiempo me ha
endoctrinado, en definitiva, en el arte del optimismo cauteloso,
recordándome una y otra vez cuando la nostalgia se avecina que, aun
cuando se agota la presencia de la amistad añorada, queda siempre la
palabra.
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