Laura
Vaughn | Wofford College
La abuela pavona
Llegábamos
jadeando cada día después de las clases de primaria, cargadas de
libros, cuadernos, risas, chismes y energía suprimida y esperando con
todo corazón que ella nos prepara la tostada con queso porque
adorábamos mirar el queso que burbujeaba, reventaba, y se doraba en
secuencia perfecta dentro del hornito chiquito. ¡Bum! La puerta
redondeada con tela metálica tan característica del sur se
había cerrado de golpe detrás de nosotras. Me tiré sobre
el sillón azul que exhaló un olor a algo abrazante y consolador
[se gimió con crea una sinestesia un poco incongruente].
Ella, aquella canosa nacida de una bola de puro lodo amoroso que me
conocía por instinto ya se había puesto de pie y conducía
sus piernitas de fósforo hacia la cocina-para buscar el pan y el
queso.
Era una mujer
leal, leal a su esposo, a sus niños, a la creencia en los beneficios
sanos de los frijoles, y a la diaria taza de café. Tenía la
lealtad y el cariño que debería haber tenido una reina por su
pueblo. Ella era, efectivamente, un pavo real pero sin saber que lo era. La
hondura de sus ojos oscuros calmados contrastaba con la nariz larguita y
venerable colmada por un cabellito suave y plumoso. Le habría quedado
bien si hubiera bordeado los ojos de un maquillaje negro intenso, pero a los
sesenta y dos años, no lo hacía.
¡Ding!
¡La tostada! Me despegué de la tele y me dirigí con prisa
hacia la cocina para ver el espectáculo de las burbujas. Apreté
mi nariz contra la ventanilla del horno y observaba el queso mientras bailaba.
Regresé a la programación infantil de la tele. La veía a
escondidas mientras fingía que era mi hermano menor el que la
quería mirar porque yo ya estaba por cumplir once años. De
repente, en la mano de ella llegó la tostada partida por los diagonales
en cuatro triangulitos. Hasta que llegara a ser adulta, creería que el
pan se compraba del mercado así-ya partido en cuatro
triángulos.
Así
seguíamos Mimi Rusia y yo con toda la indiferencia e indiscreción
de un reloj de pie. Sin embargo, la diferencia era que yo nunca lucía la
elegancia ni la profundidad del reloj tanto como Mimi. Entre ensayos,
noviazgos, trabajos y tonterías, volvía a casa de Mimi para
acariciar la joroba de su espalda, adorar la depresión en su sien que se
le había quedado de una operación óptica, y respirar el
sonido constante del reloj de pie.
Tic Tac. Unos
días después de su funeral, me encontré sentada de piernas
cruzadas en un closet de su casa, mirando perdidamente los estantes atiborrados
de libros. Me pregunté en qué momento murió ella y en
qué momento se iba a terminar de tostar mi pan con queso.
¡Ding!
¡La tostada! Sobresaltada, me puse de pie y derrumbé una caja
causando una nevada de hojas amarillentas enmohecidas. Por un segundo
titubeé entre el desastre del closet y visones de pan en llamas. Pero,
al llegar a la cocina todavía faltaba. Me incliné para ver
más de cerca como iba. Apreté la nariz contra el vidrio de la
hornillo y volví a pensar en las hojas esparcidas sobre la alfombra
mullida del closet. Olvidándoseme el pan, volví mareadamente al
otro cuarto. La tostada se quemó.
Mientras los
vecinos seguramente contemplaban la idea de llamar a los bomberos, a
través de fotos y paginas sueltas, reconstruí la vida de la mujer
que creía conocer. Me fijé en una cara masculina que
desconocía. El joven parecía una tormenta de zapatos desatados,
llevaba un pantalón que apenas llegaba al tobillo, y tenía una
cabellera que reclamaba ser domesticada pero obviamente rechazó
cualquier esfuerzo. La expresión que rebosaba del rostro decía
claramente que le costaba quedarse tranquilo aún por el segundo en que
se sacó la foto. Se equivocó la persona que quería
enjaularlo dentro de las murallas de una fotografía porque su naturaleza
no lo permitía.
Luego me
enteraría que ese hombre fue para mí ése que se asoma una
sola vez en la vida. El único que fue capaz de detenerle el reloj.
Veía con extraña curiosidad sus manos lisas y suculentas del
joven que contenían todos los amaneceres que nunca cruzaron el vidrio
inocente de sus caras.
Me siento
como una niña; escribo en un diario con la intención de preservar
el tiempo, ya que lo he perdido. Entró en mi casa este sábado o
martes, no sé qué día era, un cierto Jean y bajó a
la nevera, la abrió y, de inmediato, se le olvidó lo que buscaba.
Fingió que no deseaba mi atención pasando de largo hacia el
sofá. Y, por supuesto, yo le seguí la corriente. Dios sabe que
adoro los juegos. Justamente después de pasar, Jean giró sobre
los talones y me inclinó hacia atrás besándome en la nariz
mientras me colocaba una margarita detrás de la oreja. Qué suave
era hasta quede pronto me soltó sin querer, y ¡huí! me
golpeé la cabeza contra el piso bien, bien fuertemente.
Ay,
¡Qué hombre más torpe!, pensé.
Pero, la
mirada de horror que se le apareció en su cara me hizo querer comer a
ese niño adorable. Me quedé inmóvil pensando que
golpearía, hasta partirla por completo, tres, digo mil veces más
solo para ver de nuevo aquella expresión suya de preocupación
pura y de amor infinito. Pero, como siempre arruino las cosas, me reí y
el momento de silencio profundo se nos rompió. Nos quedamos en el piso e
hicimos el amor fácilmente.
Allí,
después de cuatro horas de ordenar y revisar fotos, hojas, y caras, me
deje vencer por un sueño terrible. Me dormí, me desperté,
lloré y volvió a hacer las tres cosas de nuevo.
Y
aquí estamos y no me atrevo a respirar, ni moverme. Temo que estalle
esta calma, está, está, no sé, que es lo que está
aquí suspendido entre respiros y silencio. Jean es el único ser
humano que he conocido que es vivo, que vive, que llena cada momento como si
estuviera completamente consciente de que no lo puede guardar. Es un
niño sabio - un sabio infantil que furiosamente hace pompas de
jabón una tras otra para no tener que sentir el vacío que dejan
las que se revientan o huyen. En la garganta, se me atascan la risa y los
llantos horribles. Y aquí estoy, callada porque todo se acabará y
no lo aguantaré. Quiero un sándwich de mermelada y mantequilla de
maní. Lo quiero partido en cuatro triángulos.
Y allí
están, en París, con anillos comprados de remate final o tal vez
robados, en una foto que de ninguna manera coincide con la Mimi como la
conocía. ¿Qué la hizo cambiar tanto?
¿A
dónde se fue este Jean? ¿Por qué nunca me contó la
historia mientras yo echaba sin vergüenza a todos los Jeanes
de mi vida?
Años
después me encontré sin amantes en la cuidad de los
amantes-París-con una taza de café en la mano izquierda y
sólo aire en la derecha. Vi a los transeúntes que iban en
bicicleta con flores en sus canastas, los niños que riéndose
jugaban con las flores, y los chóferes manejando de prisa debajo el sol
florido. De repente, pasó un taxista que llevaba un pavo en el asiento
contiguo. El pavo obviamente estaba muy agitado por algo, y batió las
alas histéricamente mientras el taxista, apretado contra la ventana,
trató en vano de escapar de la locura de su pasajero plumoso. La escena
me fue tan inesperada que me puse a reír-una risa que de súbito
se convirtió en un chillido espantoso. El taxista distraído no
vio a la niña que había bajado de la acera para buscar la cinta
que se le había caído del cabello.
¡Ding, tic,
ding, tac! Alguien gritó, otro frenó y una vendedora de flores
siguió pregonando. El chofer fue lanzado de su coche y se cayó en
postura fetal en el polvo a lado de la niña marchitada. El pavo, como si
estuviera consciente de lo que había causado, se bajó del coche y
se acercó a la niña. Todo el brillo se fue de los ojos del pavo y
lo reemplazaron unos ojos oscuros y calmados. Sea lo que fuera lo que le
había instigado al pavo a crear tanto escándalo, juraría
que se le difundió por el pellejo de varios colores y se le goteó
de las plumas dejándolas grises tan gris como una cana, como la sombra
de un reloj de pie. Ya entendí lo que había cambiado a Mimi
Rusia. El pavo real dio la vuelta y se alejó lentamente, a ritmo
constante, como una novia durante la marcha de boda: tic, tac, tic,
tac
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