Mark Amengual
Watson
Se reserva el derecho de
admisión
El ruido de las
botellas y los gritos de la multitud resonaban por las calles estrechas de La
Lonja. Aquella noche iba Jordi solo por el casco antiguo, continuamente mirando
hacia atrás con esa sensación de ser perseguido que para
él ya era habitual. No era la primera vez que esto le sucedía al
volver de casa del "Kapa" donde solía excederse en cuanto a la ingesta
de alcohol y a estupefacientes se refiere. Las gotas de sudor se deslizaban por
su frente y la camisa azul se humedecía a cada paso mientras que el
pulso y la respiración se aceleraban. Al llegar a la Plaza Mayor, se
deslizaba entre la multitud empujando a cualquiera que se pusiera en su camino.
Con gran dificultad, consiguió salir de esa marea humana y se
sentó en el banco delante de la sucursal bancaria del BBVA. Sacando un
pitillo con su mano temblorosa notaba como perdía el control de sus
piernas y como le rechistaban los dientes. Se dio cuenta que en su bolsillo
vibraba su teléfono móvil, rápidamente lo sacó y,
viendo quien lo llamaba, prefirió no contestar. Con la vista perdida se
quedó observando las caras distorsionadas de los transeúntes
entre el humo de su cigarrillo mientras le corroía la culpa y la
vergüenza, como le había sucedido en otras ocasiones. Desde donde
se encontraba, Jordi podía presenciar el lado más oscuro de la
ciudad y la isla mientras que a la vuelta de la esquina contemplar la
reconstrucción y la prosperidad de una zona prefabricada para el turismo
insular.
Se encontraba en
ese tramo que separa el muro de las Avenidas con el centro de la ciudad,
concretamente en la intersección que une la calle Cortázar con la
Plaza del Carmen, que era el punto de encuentro y zona de mercado los
sábados por la mañana. La notoriedad de la calle Cortázar
ya era cosa del pasado, había sido dejada a su suerte, abocada a
convertirse en una calle peatonal dada su extrema estrechez. Estaba llena de
colillas, y de restos de piedra rojiza que había servido para decorar
las fachadas pero que ya se habían dejado pudrir con el tiempo. Con los
frecuentes escapes de agua residual, la mezcla de olores fétidos no
parecía alejar a la chusma que frecuentaba la zona. El desgaste de los
portales y los graffiti que cubrían las viviendas solamente acentuaban
la miseria de una zona que ya no era habitable. Por otro lado, la Plaza del
Carmen, restaurada y modernizada, combinaba el encanto de las calles del casco
antiguo con la modernidad del sector turístico. Era, sin duda alguna, el
punto más próspero de la ciudad abarrotado de bares y
restaurantes.
Apoyado en la
pared, y controlando el sudor frío, Jordi observaba la manada de
jóvenes que se dirigían hacía la Plaza del Carmen, todos
en fila, como en un desfile militar mientras pisaban las colillas y los restos
de basura en la calle. Avanzaban por las calles estrechas de La Lonja sin rumbo
aparente grupos de cuatro o cinco jóvenes, todos con los mismos peinados
y la misma ropa. Parecían cromos repetidos, es decir, copias exactas
vistiendo su ropa ceñida, sus vaqueros apretados y su pelo corto
engominado en cresta. Esta multitud intermitente avanzaba con la euforia, signo
inequívoco de que ya se dirigían hacia los bares una vez que se
había cogido el puntillo en el botellón de la plaza. Esto era una
constante en las frías noches de invierno durante el fin de semana, pero
durante el verano era habitual presenciarlo cada noche, donde el joven
autóctono era fácilmente identificable entre la presencia
extranjera. Muchos se alarmaban con la denominada cultura del botellón,
una práctica consistente en comprar bebida en supermercados para
posteriormente consumirla en calles y alrededores. En este momento la
máxima "Vive y deja vivir" se reconvertía en Bebe y deja
beber.
El aspecto de
Jordi es muy particular. Su rostro es tan pálido que parece enfermizo,
las cejas son gruesas y una nariz puntiaguda que no le hace ningún
favor. Sus patillas acentuadas junto con su pelo aceitoso y mal cortado le
sitúan en otra época. Además, tiene unas entradas
pronunciadas que no se molesta en esconder, lo cual le hace pasar por alguien
algo mayor que él. Frecuentemente sufre de insomnio, por lo que sus
ojeras casi obligan a prestar mayor atención a sus ojos azules que
suplican por un descanso. Este aspecto algo descuidado y su más absoluta
ineptitud en cuanto a relaciones sociales se refiere ha conseguido que no goce
de ningún éxito no solamente entre el público femenino
sino tampoco entre los jóvenes a los que observa desde una distancia.
Jordi cuenta con algunas pocas amistades, pero estas se encuentran en sus casas
jugando a los videojuegos mientras se emborrachan y fuman canutos, otras se
pasan hasta altas horas de la madrugada bajo la luz de la lámpara que
ilumina sus vidas vacías. Estos jóvenes desmotivados solamente
siguen el automatismo inflingido por días de soledad y
desesperación dándole la espalda a una sociedad que no parece
darles ni bola.
Por esta
razón muchos no salen, prefieren gastar al máximo el tiempo que
tienen antes de irse a dormir así el día siguiente será
más corto, manteniendo esa relación falsa en Internet o
saboreando las mieles del éxito gracias al personaje electrónico
que uno crea para desligarse de su propia identidad. Pero él no ha
querido quedarse en casa contemplando en el espejo su fracaso personal, ha
preferido salir solo, aunque sea para quedarse en una esquina aislado. Prefiere
enfrentarse a los hechos y buscar un porqué, plantando cara al sistema
que no entiende y que no le acepta.
Jordi
seguía allí, observando a la gente que se acercaba a los bares de
la Plaza. Había distintos ambientes acordes al poder adquisitivo y al
nivel social de cada uno. Le llamaba especialmente la atención un grupo
en particular que representaba todo lo que él no era. En fin, camisa de
vestir, náuticos, móvil de última generación,
máxima perfección y la seguridad del que cree saberlo todo en la
vida, del que mira al resto por encima del hombro. Del que piensa siempre tener
la mejor solución y con más clase para todo, con la arrogancia
del que repite Derecho sin importarle que sus padres tengan que pagar una y
otra vez la matrícula del primer curso, gozando de la tranquilidad de
que le enchufarán en el negocio antes o después. Todos ellos
tienen una cosa en común aparte de la ropa de marca y su futuro resuelto
- pensó - tienen el objetivo de ser ricos, atractivos y alcanzar el
éxito, aunque sea aplastando a gente como yo.
Enseguida
volvió a notar la vibración de su móvil en el bolsillo,
llevaba sonando todo el día. Esta vez lo iba a ignorar. En ese momento
decidió despegarse de la pared y empezar de una vez por todas
su noche avanzando por la calle Cortázar, que se encontraba
en ese momento totalmente vacía. Transitaba de manera sosegada a pesar
de ser uno de los lugares más inseguros de la ciudad. Con el
estómago vacío no podía empezar, así que se
descolgó en la calle Balmes para pedir un kebab y una caña en el
garito de la esquina. Agarró el döner y su cerveza y fue hacia la
Avenida América y tras devorar la comida y beberse la cerveza de un
trago llegó a la Plaza Mayor, donde ya había estado esa tarde.
Allí volvió a encontrarse con una multitud de jóvenes.
Sobre las baldosas que unen las cafeterías de la plaza habían
dejado botellas y vasos, mientras hablaban en grupos ocupando toda la
superficie de la plaza. Evitando la aglomeración buscó un lugar
donde pudiera ser un observador, un mero espectador de la noche, sin intervenir
en ella.
Enseguida se
percató del único garito que quedaba abierto en la plaza y se fue
derecho a la entrada. Cuando abrió la puerta enseguida se dio cuenta de
que el local no se encontraba demasiado lleno. Solamente estaba el camarero
charlando con unos hombres de mediana edad con claros signos de embriaguez que
consumían en la barra. Al lado de las botellas y vasos vacíos
también se encontraban los restos de las tapas que se habían
servido, y el olor a escabeche y mejillones que impregnaba todo el local. Por
inercia se colocó en un extremo de la barra y se quedó observando
las estanterías y la cantidad de botellas que allí se
exponían. Sin esperar más, pidió un whisky con hielo y
encendió un cigarrillo. La primera calada pareció poner a Jordi
en su sitio, pero mientras le daba un trago a su whisky on the rocks, como
había oído alguna vez en una película, no podía
dejar de observar esas botellas. Esos licores que de alguna manera
representaban lugares lejanos para él. Jordi se preguntaba donde estaba
Curaçao al observar el licor azul turquesa que parecía destacar
sobre las demás botellas, también observaba de reojo la botella
de Southern Comfort que en tantas ocasiones había consumido. Aunque
ahora consumía un triste trago de garrafón en un antro escuchando
las voces de la Plaza, observando a los borrachos que balbuceaban palabras
ininteligibles.
Se quedó
mirando cómo la luz atravesaba los aros que producía su cigarro
todavía humeante. Y allí, bajo los depresivos efectos del alcohol
intentó comprenderlo todo, el porqué de su falta de compromiso
con la sociedad, el porqué de su exclusión. Copa en mano
parecía sentirse evadido, por lo que lentamente se acercó el
cigarrillo y le dio una calada. El alcohol le estaba afectando a la
percepción, pero sentía que necesitaba más, así
hizo que el camarero le trajese otra copa. El local se iba llenando de gente
mientras él seguía observando uno a uno a los que entraban en el
local mientras se refugiaba en la impersonalidad de la barra, donde
podía conjurar de una manera discreta contra un mundo que no le aceptaba
tal como era. A los pocos minutos, sus ojos se encontraban afectados por la
ingesta de alcohol y ya no conseguían distinguir a la gente a
través del cristal ni tampoco los que caminaban delante suya.
Dejando a un lado
su intenso e improductivo monólogo interior abandonó en la barra
sus pensamientos y, con la valentía que le daba el excesivo alcohol que
llevaba en la sangre, se unió a la gente que se encontraba en la pista
de baile. Se encontraba rodeado de gente que le rozaba por todos lados pero, al
mismo tiempo, se sentía solo allí. Sin importarle las miradas de
los demás, siguió el beat que dictaba la música
ensordecedora que retumbaba en sus oídos. Se puso a mover su cuerpo
endeble torpemente. Se quedaba por momentos con la mirada fija, la
música le adormecía y el sueño entorpecía sus
descoordinados movimientos, pero él se resistía,
afanándose inútilmente por seguir el ritmo. Eso mismo,
sentía confusión, al sólo ver gente y más gente,
muchas miradas interpretadas como un enfrentamiento, una intimidación.
Sentía como una paranoia que le hacía desconfiar de todos. Y de
nuevo, volvía a interrumpirle el maldito móvil. Esta vez Jordi no
conseguía sacar el teléfono de su bolsillo izquierdo, lo cual
aún le molestaba más. Una vez que lo sacó, se
percató de que era otra vez Ana, que le había estado llamando
todo el día. No quería volver a hablar con ella. Con ganas de
dejar atrás un recuerdo que le hacía tanto daño, se
dirigió a la puerta del local con claros signos de embriaguez, y una vez
que notó el frío de la calle, lanzó su móvil tan
lejos como pudo. Se quedó con la intención de seguir su
trayectoria pero notaba que su visión ya era borrosa y que le costaba
mantenerse en pie, así que volvió adentro.
El cansancio ya se
había apoderado de Jordi hasta verse con la necesidad de volver a la
barra y apoyarse en la silla para mantener el equilibrio. Al llegar a la barra,
se volteó, no sin esfuerzo, para fijar su mirada de nuevo sobre la pista
de baile dándose cuenta que se había quedado solo y que ya se
reflejaban los primeros rayos de sol por la ventana que iluminaban su rostro.
Ante la falta de equilibrio patinó y cayó redondo en el suelo
entre todas aquellas colillas y alcohol vertido que enseguida
bañó su camiseta. Tapándose la cara ante aquella luz que
le cegaba, lo único que podía hacer era maldecir la
decisión de salir aquella noche.
Sin poder
controlar sus movimientos, estiró como pudo su brazo izquierdo en busca
de un apoyo para poder levantarse. No lo encontró. La visión
nublada no le ayudaba a salir de aquel escollo. Tenía la boca seca y
sentía dolor en la zona lumbar de la espalda. Se volteó y por
segunda vez estiró, esta vez el brazo derecho, para intentar acabar con
esa luz que le impedía abrir los ojos. Con un movimiento torpe
consiguió evadirse momentáneamente de aquella ceguera y
miró alrededor de su habitación, confundido y desorientado,
intentando pensar racionalmente escasos segundos después de levantarse.
Las llaves seguían sobre la mesa pero no encontraba su teléfono
móvil. En su cama, entre sus sábanas, yacía la silueta
desnuda de Ana que dormía pacíficamente dándole la
espalda. De nuevo, Jordi estiró la sábana, se dio la vuelta,
suspiró y volvió a dormir. |