Rocío
Oré
Sobre aquel hombre triste que agotaba sus
palabras
Yo no me
río de la muerte, simplemente sucede que no tengo miedo de morir entre
pájaros y árboles.
La primera vez que escuché hablar de
Javier Heraud , tenía poco menos de catorce años. A los catorce
años, no se sabe de muchas cosas pero se piensa y se cuestiona acerca de
todo lo que nos rodea. Recuerdo que fue una tarde en que mi hermano
llegó a casa, con el siempre extraño humor que lo ha
caracterizado cuando está con hambre. Entre dientes masculló un
mmm, qué rico acercándose a la olla calentita en la
que hervía silenciosa alguna comida ya hecha. Y prorrumpió.
Hoy escuché
hablar de Javier Heraud
Rocío, ¿has escuchado de él?
Ah! Seguramente no. Es que el profesor habló de él hoy en clase,
que había muerto a los veintiún años, que se había
ido a Cuba, que escribía poesía, y sabes que...
Perdí el
hilo de la conversación al inicio, pero lo retomé casi al final,
después de engullirme una cucharada de sopa que llevé a la boca
urgida de un especial sabor de hambre llegada la tarde.
¤ ¤ ¤
Javier Heraud, en
efecto, vivió hasta los 21 años. Eso era todo lo que sabía
de él incluso semanas después de adentrarme en su obra. Medio
año después de haber escuchado su nombre por vez primera (cuando
estaba aquella tarde sentada comiendo en la mesa) el primer libro suyo que
llegó a mis manos fue El Río. Conforme leía
sus poemas sentía como me iba convertiendo yo misma en una suerte de
río caprichoso y juvenil, y sentí como la rima de Heraud
bañaba las costas de aquella curiosidad sedienta y breve entrada yo ya
en mi primera quincena de años. Emocionada de inicio a fin, me
decidí a iniciar conversación con aquel profesor. Mi hermano,
algún par de años mayor que yo, era muy hábil en lo que a
poesía y teatro se referían. Yo vivía bajo su sombra en
una suerte de anonimato revelado por nuestra atípica sonrisa amplia. Su
profesor de Literatura y Teatro, a quien cariñosamente apodaban los
amigos Coco, era un hombre inalcanzable para los que como yo,
cursábamos los primeros años de la secundaria. Misterioso en su
arte al decir las cosas, de vaivén acompasado al caminar y entrar a
clases, Coco gozaba con el apoyo de sus alumnos, pero no de los directores de
la escuela en donde estudiaba.
Javier Heraud, de
este modo, se convirtió en el desvelo de mis días, y siempre
estaba ávida por saber de él. Coco, poco después, se
convirtió en el mensajero de las palabras del poeta, me proveía
de artículos de periódico, y a veces tan sólo me hablaba
de él, y citaba con emoción aquellas líneas que me
hicieron pensar alguna vez en un joven y más moderno César
Vallejo. Los días crecieron y pasaron lejanos, y aún
seguía sin saber como era acaso su rostro. Imaginaba a Javier Heraud
algo enjuto de carnes, voluble de espíritu y de suave hablar. A veces lo
imaginaba hundiendo su puño en un escritorio cualquiera de pura rabia
adolescente. Coco me dijo un día que Javier Heraud ya había sido
profesor antes de morir, que había estudiado Literatura por
pasión y Derecho por obligación. Me habían contado del
huerto que tenía en su casa y de la sombra que los árboles
dibujaban cuando ya caían las sombras y coloreaban una suerte de paisaje
que abrigaba al poeta en su soledad. Decidida a conocerlo aún más
que todos esos días que se convirtieron en meses, llegó a mis
manos una breve biografía del poeta, y allí comencé a
recordar a Coco y sus charlas diciéndome que Javier vivía entre
árboles y pájaros.
¤ ¤ ¤
Después
todo parecía un sueño. Para cuando terminé de leer la
última línea quedé pensativa y una vaga tristeza se me
posó en la mirada, dejando caer un par de lágrimas. Quise seguir
leyendo pero ya la historia estaba acabada. Quise voltear el libro y poner a
mis palabras (ya por fin) el rostro taciturno de Javier Heraud. Quise sentarme
a la orilla de una de las avenidas donde los carros corrían. Ya no era
diciembre, ya no habría más de ellos y tampoco habría
más eneros sucediéndoles. Yo tenía en ese entonces ya
diecinueve años, Coco ya había desaparecido y Javier Heraud
había extendido sus líneas en el horizonte aprosadas en el papel
que, como hoy, se iba llenando de emoción.
Decían que
se había ido de la vida hacía ya tantos años, pero era tan
extraño, porque siempre se le podía ver renaciendo único
por entre las piedras anchas del río.
Como dije,
tenía yo casi veinte años cuando Javier Heraud seguía
escribiendo de sus ríos, sus árboles y sus pájaros y se
hacía más grande y su Patria se hacía más hermosa
aún, como una espada en el aire.
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