Pablo
Carriedo
Amanecer en Blackstone Valley
Constelaciones, horóscopos y astros
planetarios. Postales frías de lo oscuro y lo lunar.
Metáforas crepusculares. Estrellas como ópalos sin
límites ni forma, liberadas, más allá de Blackstone
Valley contrastan sobre el negro opaco de la noche. Caballos
alados, galopando, las recorren. Místicos arqueros, bestia y hombres
a la vez, quisieran acertar para siempre en su diana. Ondinas
componiéndose las trenzas entre atmósferas de tiempo que
matizan suavemente su hermosura. Es éste, amor, el mundo
irreal en que te invoco. Puro me pareces desde ahí, y mejor:
perfecto, absoluto, incontestable, más-de lo bueno-todo, cual
si fueras la esperanza desplegada ante mis ojos. Pero amanece. Es el
día. Y es, con él, la claridad. Igual a un
presentimiento surgen, duros, los contornos de un horizonte a lo lejos.
Colores concretan el prodigio de la luz, que un instante se dilata y
asegura tocando en pálidos esmaltes lo existente. Estructuras,
ángulos, geometría, de este modo, se revelan. Pasa un
coche y se divide en dos mitades el paisaje. Alguien acude a trabajar.
Tras la esfera de un reloj suenan las seis sin remedio y entiendo que no
es un sueño, sino distancia la que aguarda separando nuestros
cuerpos. Una ducha, cigarrillos y café rectifican luego tu conjuro.
|