Kelsey
Harmer
Valdorria
Bajamos del tren a las diez de la
mañana. El viaje del FEVE dura una hora desde la estación de
León hasta la estación de la Vecilla. Como ya esperábamos
no había nadie en el pueblo salvo el hombre de la tienda de tabaco.
Tenía cara de pueblo, dura, con rasgos severos y ojos oscuros. Pero su
exterior no mostraba el carácter agradable y risueño que suele
tener la gente del pueblo. Se acordaba de nosotros y nos preguntó sobre
la última vez que habíamos visitado el pueblo y lo que
íbamos a hacer esta vez. Hablamos un rato y después nos
despedimos del hombre y continuamos por la carretera hasta Valdorria. Pasamos
por las mismas cosas pero ahora no parecían tan extrañas como
antes. El perro grande que siempre nos ladraba, la casa con ruedas puestas en
la valla, las señales 'coto de pesca,' y las numerosas curvas de la
carretera. A la media hora de nuestro viaje vimos un animal que parecía
una mezcla entre león, zorro y perro. El animal era tan grande como yo,
con sus piernas gruesas y pelo largo y ondulado. Caminaba a nuestro lado. Una
situación extraña, pero como estábamos en el pueblo
aceptamos a nuestro nuevo amigo y continuamos con el camino.
Por fin llegamos a la señal de Valdorria:
tres kilómetros al pueblo, un camino muy inclinado. Empezamos a subir la
montaña pero era más difícil de lo que
anticipábamos. Tuvimos que descansar para escapar del sol o poder
respirar un poco. Una hora más tarde llegamos a la cima de la
montaña y nos encontramos en el pueblo de Valdorria. Era un pueblo
bastante antiguo y pequeño, pero al mismo tiempo llamativo. Había
un grupo de casas muy cerca, no más que diez, rodeadas por las
montañas y en el centro de estas montañas, cerca del pueblo,
había un profundo valle. Pasamos por la primera casa donde había
una mujer que tenía no menos de sesenta años, trabajando cerca de
su casa. Llevaba zapatillas y un vestido viejo y estaba cuidando sus gallinas.
A primera vista la mujer nos dio miedo, pero cuando nos acercamos, su cara
dulce y sus mejillas sonrosadas nos dijeron que podíamos confiar en
ella. Cuando la mujer, Margarita, supo que era nuestra primera visita a
Valdorria, nos dijo que tenía que mostrarnos algo importante. No
estábamos muy seguras de qué debíamos hacer, pero seguimos
a Margarita. Nos mostró una cruz encima de una montaña y nos dijo
que teníamos que subir a esa "ermita." El sendero hasta la cima donde
estaba la ermita parecía un poco peligroso, pero decidimos subir la
montaña, como Margarita nos había recomendado. Empezamos a
subirla y al rato descubrimos que era una montaña muy alta y
difícil de subir pero supusimos que valía la pena. Subimos las
escaleras en ruinas, que, según Margarita, fueron destruidas por Franco
durante la guerra, y por fin llegamos a la pequeña iglesia en la cima
desde la que podíamos ver todo: montañas verdes, un sol
brillante, y todo el pueblo debajo de nosotras. El pueblo de Valdorria
parecía muy pequeño ahora, casi había desaparecido entre
las montañas y el valle. Nos sentamos en la ermita mirando un trozo de
España, casi escondido de todo, y en aquel momento estuvimos seguras de
que volveríamos algún día a este pequeño mundo.
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