Inés
Ordiz Alonso-Collada
Es curioso cómo cuando llegamos
aquí, todavía estábamos en pañales. Desde la cuna
descubrimos que en Estados Unidos no se está "ready", sino "all set" y
que al piso cuarto de Stein no se sube por el ascensor, ni siquiera por el
"lift" (como me intentaron enseñar las monjitas de la escuela, con el
libro de texto Cambridge English for Children en el regazo) sino en el
"elevator." Aprendimos también que "Hi, how are you?" no significa que
la otra persona espere un relato detallado sobre tu estado de ánimo, y
que "Good, thanks" no significa necesariamente ni "bien" ni "gracias."
Aquí pasamos de la leche materna
(comúnmente conocida como "la comida de mi mamá") a los
sólidos contradictorios; comida italiana que no es realmente italiana y
comida mexicana que no es realmente mexicana, todo bañado en clam
chowder y para disfrutar con cubiertos de plástico. Y para dejar el
biberón, Vitamin Water.
La juventud llegó con el pollo frito y
¡qué maravilloso fue perder la virginidad en el delicioso mundo de
los bagels con queso!
Se podrían escribir enciclopedias sobre
todo lo que aprendimos. No obstante, desde la madurez de mi estancia
aquí he de confesar que hay algo que todavía no comprendo. Es la
lección que me queda por aprender, la más difícil de
todas. Sé que llegará mayo y seré una viejita que vuelve a
España sin entender por qué aquí no se duerme la siesta. Y
volveré anciana pero renovada, con los recuerdos apagados y las mejillas
encendidas, acosada por millones de imágenes de este año en el
que vivimos toda una vida. |