Lola Juan | FLA
'09 (Palma de Mallorca)<
El poder de las aceitunas
Volver ha sido
delirante. Más de una vez (que quede esto entre nosotros) me he tirado
seriamente de los pelos ante la desesperación por no entender que las
cosas no cambian, pero que, a pesar de ya saberlo, siempre nos siguen
pareciendo raras.
A los pocos
días de llegar entré en una librería que sólo
abría sus puertas los días de lluvia. Pero entiéndanme,
los días de lluvia internos. Es decir, que era una premisa básica
que cayera un diluvio entre los muros del local, sobre las estanterías
llenas de libros y claro, sobre los leyentes (leyente = lector plus
creyente) quienes se paseaban felices como nadie, como nunca, por los espacios
mojados. Antes de irme y antes de volver, yo formaba parte de ese grupo de
individuos, los leyentes, que acudían puntuales a su cita literaria
pasada por agua. El procedimiento era sencillo: uno entraba despojado de
paraguas y maldades, se saludaba al muchacho encargado de la librería en
ese momento (éste solía cambiar con frecuencia: la mayoría
moría de neumonía, algunos quedaban postrados en cama de por
vida, otros huían con alguna intelectual de grandes ideas) y,
finalmente, llegaba el deseado momento de ojear u hojear, dependiendo del
interés, los ejemplares que se encontraba uno a su paso. Era una
sensación sublime la de dejar caer las gotas del propio cuerpo al libro
o al suelo, en una suerte de comunión intelectual de la conciencia y el
espacio. Pues bien, como les decía, a los pocos días de llegar
entré en esta librería que sólo abre sus puertas los
días de lluvia y no quieran saber la borrasca que me encontré.
¡Unos chubascos que daba gusto! Hasta tuvimos algún que otro
relámpago de aquellos previos al nacimiento de Frankenstein. En fin, que
aquello era el acabose pero en génesis, es decir, el empezose: los
litros por metro cuadrado exactos, la temperatura ideal, la intensidad perfecta
de las gotas en el rostro y en los hombros. No se podía pedir
más. Y a mí, que bien sabía que no se podía pedir
más, me faltaba algo. Qué raro, pensé. ¿Cómo
llueve en este sitio y no hay cafetería para beberse un Mocaccino o un
Frapuccino, o cualquier cosa que acabe en -ccino, como le gustaba a mi
amiga María, compañera de viaje por las librerías de
América?
Le pregunté al
mozo encargado en ese momento (que por cierto, vestía de invierno cuando
era verano) por este café inexistente y me respondió
sorprendidísimo. ¿Café? ¿Está usted en su
insano juicio? ¿No se da cuenta del riesgo que corren los libros de
mojarse con el líquido torpe de su vaso? Qué raro, pensé y
qué lógico a la vez.
La
cuestión era que yo ya no podía desprenderme del café
americano mientras ojeaba u hojeaba (dependiendo del interés, ya saben)
los libros que salían a mi paso, así que pensé en un modo
de conciliar ambas necesidades. La respuesta la encontré en las
aceitunas rellenas de anchoa: hay que salir preparados de casa, con el relleno
puesto. Así que señores (y que quede entre nosotros) ahora las
jornadas con tempestad me planto en la librería que sólo abre sus
puertas los días de lluvia con el café de mi casa. De esta forma
práctico la anarquía de forma oculta: bebo sorbos en las esquinas
oscuras mientras leo, por ejemplo, como Woody Allen se pregunta qué
hubiera pasado si los impresionistas hubieran sido dentistas. Pues vaya
usté a saber. Ya les decía yo que volver había sido
delirante.
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