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Juan Carlos Gutiérrez Dutton, FLA (Palma)


¡Árbol va!

     Segundo día en EEUU, todavía bajo los efectos del jet lag e intentando asimilar toda la información que se fue generando en esas horas confusas en las que uno tiene que adaptarse a un nuevo país y a un nuevo trabajo sobre la marcha. Carnés generados en subsuelos, comilonas en comedores de cuento, compañeros de trabajo y de departamento con nombres nuevos, algunos exóticos, otros foráneos. Todo iba tan deprisa en esas primeras cuarenta y ocho horas que era abrir el correo institucional esa mañana y generarse más de diez mensajes cada vez que volvíamos de una reunión. Se acabó de ir al banco o ir al supermercado; a las cinco de la tarde nos soltaron y nos fuimos cada uno a su casa. Uno piensa para sí ¿Porqué no quedamos todos para conocernos mejor?
     Fue pensarlo e ipso facto las compañeras taiwanesas nos invitaron a cenar tallarines en su casa. A las siete marchamos mi compañera alemana y yo hacia la casa de las italianas, francesas y taiwanesas donde también confluirían los peruanos, la mejicana y mis compañeras españolas. Se decidió que la cena sería en el piso de abajo donde vivían las francesas con la italiana y cuyos nombres todavía era incapaz de recordar. Las taiwanesas que vivían encima estaban cocinando mientras que el resto de lectores nos conocíamos mejor.
     De repente, el ambiente se tornó muy pesado. Diez personas en un espacio cerrado en pleno agosto después de un día húmedo y pegajoso. La calefacción encendida a más de treinta y cinco grados, el penetrante olor a pellejo de pollo quemándose produjo entre nosotros el pánico. Bajaron las taiwanesas, nos levantamos todos ansiosos por saber qué estaba pasando. Ellas solamente se miraban y no contestaban a ninguna de nuestras preguntas.
     —¡¿Fuego?!
     —¿Se está quemando algo?
     Les pregunté en inglés: —¿Nos dejáis subir a vuestra casa para ver qué pasa?
     Ellas eran reticentes a que subiéramos y solamente se miraban. El sentimiento de pánico fue generalizado: "¡¡Se quema la casa!! ¡Explotará!" decían algunos. Se abrieron ventanas… Se empezó a especular con temas macabros en plan titular de tabloide: "Mueren doce asistentes de conversación en una explosión" hasta que finalmente las taiwanesas empezaron a explicarse.
     —¡Fuego no fuego! Los tallarines en la maleta se rompieron y luego: ¡Fuego! ¡No fuego! ¡Fuego!
     Resulta que intentaron cocinar los tallarines, pero como no estaban acostumbradas a la vitrocerámica (porque obviamente hay calor, pero no un fogón tradicional con fuego regulable y visible) decidieron poner el cazo encima de un calefactor e intentar cocinarlos ahí. Una vez aclarado el asunto y visto que toda la velada había sido bastante absurda y digna de una obra de Mihura, mi compañera y yo (todavía exhausto por los efectos del jet lag) nos despedimos de nuestros compañeros y volvimos a casa.
     Bajando la cuesta decidimos ir por la parte adyacente al College antes de cruzar la calle y pisar la acera invadida por un grandísimo árbol para entrar por el caminito que llevaba hasta nuestra casita apodada "De las Mariposas". Una vez en casa, comentamos lo surrealista que había sido toda aquella jornada y nos dimos las buenas noches. Me desvestí, me puse el pijama y me metí en la cama deseando que el sueño de repente se apoderara de mí.
     Justo cuando apagué la luz y cerré los ojos se oyó un gran estruendo seguido de un temblor sísmico. El cansancio podía conmigo, pero mi compañera consternada y asustada se apresuró en llamarme y decirme que el gran árbol que invadía gran parte de nuestra acera acababa de desplomarse. Yo que estaba ya muy cansado y que solamente quería dormir no le presté mucha atención y le dije que seguramente había sido un choque entre varios coches. Ella me dijo ¡No! ¡No! ¡Es el árbol, el árbol! ¡No ha sido ningún coche!
     Bajamos a verlo con nuestros propios ojos. Efectivamente el árbol que había delante de casa se hallaba ahora en medio de la carretera bloqueando casi por completo los dos carriles. Con la emoción salimos y cerré la puerta detrás de mí. Los vecinos, que también habían salido para admirar el gran tronco, nos dieron las buenas noches a la vez que se presentaban y nos preguntaban sobre nosotros. El vecino procedió a iluminar con una linterna el suelo para evitar posibles accidentes. A todo esto vino un coche a toda velocidad que ignoró por completo las señales luminosas de nuestro vecino y se estrelló contra el árbol. Menos mal que el árbol estaba podrido y que ni él conductor ni el coche sufrieron ningún daño. Al preguntarle si estaba bien y porqué había seguido conduciendo, el hombre contestó
     —Es que estoy borracho.
     Dio marcha atrás y pasó por la parte que no bloqueaba la carretera. Mi compañera alemana y yo nos miramos alucinando por todo lo que estaba pasando. De repente nos dimos cuenta de que la puerta de casa estaba cerrada.
     Ella me dijo —¿Cogiste las llaves?
     Yo la miré con cara de horror y le dije —No.
Menos mal que se nos ocurrió mirar si habíamos dejado alguna ventana abierta porque sino eso implicaría tener que llamar a alguien para que nos vinieran a abrir. Finalmente pudimos entrar por la ventana de la cocina. Nos miramos con cara de espanto y nos dijimos, mañana será otro día.
     Sin duda el incidente del árbol fue el colofón de ese día tan raro. Pensar que si hubiéramos vuelto media hora después de cuando volvimos y que el árbol se nos podía haber caído encima fue cuanto menos aterrante. Jamás había oído o visto árboles que cayeran así sin más. Y esto era solo el principio de nuestro año aquí…




vol. 8 (2011)
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